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Columna
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Derrota inevitable

Entre todas las derrotas electorales tal vez haya sido la del bipartito gallego la que puede atribuirse a la coincidencia de un mayor número de causas. Seguramente, a lo largo de los últimos días ya se han enumerado todas en abstracto, distribuidas en errores propios y aciertos del rival, acompañados de una importante circunstancia concomitante, la crisis económica global, que, a modo de bajo continuo como en la música del barroco, resonó durante toda la campaña en el subconsciente del electorado.

Cuestión diferente es ponderar la relevancia de dichas causas y sobre todo descender al terreno de lo concreto. La existencia de dos gobiernos fue una de ellas, pero esto era esperable a la vista de la "cohabitación" de dos culturas políticas tan diferentes en su primera experiencia autonómica; si acaso, lo que faltó fue dejar meridianamente claro ante los electores esa base de partida, sin merma de proclamar el afán por buscar puntos de encuentro.

En el PP sabían que el presidente de la Xunta era uno de los políticos más austeros y honestos

Precisamente, por tratar de buscar esos puntos, la Administración dependiente del PSdeG adoptó ciertas medidas (a mi juicio, algunas sin cobertura legal) no compartidas por una parte significativa de sus votantes y que, por su transversalidad y su proyección, llegaron hasta el último rincón de la geografía gallega: fundamentalmente medidas en el ámbito de la enseñanza de la lengua gallega (a alguna de las cuales aludí ya en este periódico el 12 de febrero de 2007), hábilmente manipuladas después, todo hay que decirlo, por el PP gallego. Por su parte, desde las Consellerías del BNG se adoptaron sonadas medidas (algunas también sin cobertura legal, y aquí no para buscar puntos de encuentro precisamente), que ni siquiera fueron respaldadas en las urnas por una parte del electorado nacionalista.

No obstante, a la derrota del bipartito contribuyó decisivamente la campaña del PP, con un trabajo infatigable y con una impecable factura en todos sus aspectos, si exceptuamos el aspecto ético, claro está. Una campaña que comenzó ya en realidad al día siguiente de perder las elecciones de 2005, con la impronta de Faes y, mutatis mutandis, a imagen y semejanza de la campaña de Aznar en 1996: una receta a base de "paro, corrupción y despilfarro", y dirigida a la destrucción del contrincante político sin reparar en medios.

Instalado ya el paro como circunstancia concomitante, se empezó a buscar afanosamente la corrupción, que, como no aparecía, se fabricó con muy pocos ingredientes y con el conocido dominio del PP cuando de asuntos judiciales se trata: una querella por la adjudicación de obras en la autovía del Barbanza, presentada en el momento oportuno y planificada al milímetro, sacó petróleo, al desembocar en la inmediata imputación de dos altos cargos de la Consellería de Política Territorial, citados a declarar por el juez Míguez Poza tan sólo unos días antes de las elecciones generales de 2008; una imputación que sorprendentemente ha sido mantenida hasta la actualidad por dicho juez (que ahora aspira -supongo que fundadamente- a la presidencia de la Audiencia de Pontevedra), a pesar de ser evidente que con los hechos relatados en la querella no había indicios de delito alguno, como por cierto ya señaló con gran contundencia hace más de ocho meses la Fiscalía del TSXG. Sin duda, en este asunto hubo ingenuidad y buena fe en los responsables socialistas, que debieron haberse autodenunciado ante dicha Fiscalía, como opinábamos algunos.

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Por último, con relación a las acusaciones de despilfarro y al juego sucio, se ha dicho ya casi todo. Quizá falte por aclarar que los estrategas del PP manejaban también sólidos conocimientos de psicología profunda, de progenie freudiana, y sabían (como yo sé) que el presidente de la Xunta se caracterizaba por poseer un muy rígido "superyó" y que era uno de los políticos más austeros, más honestos y más imbuido de su responsabilidad institucional de toda la historia de la democracia española.

Lo comprobaron ya cuando Touriño se negó a adelantar la cita electoral, pese a que ello le habría asegurado la reelección, y lo corroboraron definitivamente al final cuando, aun a sabiendas de que todavía estaba a tiempo de variar el resultado electoral y de que le amparaba el derecho de legítima defensa, se negó a rebajarse al indigno nivel de manipulaciones, falsedades o, sencillamente, vilezas al que el PP había llevado la campaña.

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