Rusia, entre el fatalismo y la esperanza
El pasado 19 de enero, Stanislav Markelov, abogado de una familia chechena cuya hija de 18 años había sido raptada, violada y asesinada por soldados rusos en el año 2000, participó, en Moscú, en una rueda de prensa en torno al caso. Cuando terminó el acto, el abogado Markelov se dirigió hacia el metro, acompañado por Anastasia Baburova, una periodista de 25 años que trabajaba para Novaya Gazeta, el semanal independiente en el cual colaboraba Anna Politkovskaya, asesinada hace dos años en su casa moscovita. Markelov y Baburova caminaban por una animada calle del centro de la capital rusa cuando un hombre enmascarado mató a Markelov de un disparo por la espalda. Baburova arrancó a correr tras el asesino que se dio la vuelta y disparó otra bala hiriéndola mortalmente. Eran las tres de la tarde y ambos asesinatos se produjeron apenas a unos centenares de metros del Kremlin.
Hay que aceptar que Rusia avance hacia el Estado de derecho a su manera y tomándose su tiempo
Los rusos saben muy bien que en su país no existe la plena libertad de expresión. Periodistas independientes y abogados comprometidos en la defensa de los derechos humanos son asesinados sin que hasta ahora la justicia haya sido capaz de hallar a los culpables. Es lógico que nos asalten las dudas sobre la voluntad de los mandatarios rusos de reforzar el Estado de derecho en su país. Sin embargo, esos mismos mandatarios tienen el apoyo de la mayoría de los rusos que los reeligen una y otra vez. Intentemos comprender las razones de ello.
La mayor parte de la población considera a esos gobernantes sus salvadores porque han aportado orden a Rusia. Históricamente, orden es una palabra mágica en ese país. El orden parece ser para la mayoría de los rusos el valor supremo a cuyo altar están dispuestos a sacrificar valores esenciales del Estado de derecho como la justicia, la libertad de expresión y los derechos humanos. "Para que haya orden, al pueblo ruso hay que pegarle", dice un personaje en Los hermanos Karamázov, de Dostoievski. Los rusos son conscientes de que su país está aún lejos de ser una democracia a la manera europea. En esta materia, muchos defienden que Rusia no es Europa, y que debe encontrar su propia vía hacia el Estado de derecho.
En recientes viajes a Moscú he oído repetidamente hablar de la falta de tradición de tolerancia en Rusia. Hay un lamento generalizado de que en Rusia no hay tolerancia y que pocos entienden el significado de ese término. Un literato me advirtió de que la novela rusa, como reflejo de la sociedad, está poblada de intolerantes, "desde Anna Karenina y su marido hasta Vronski, y desde el racional Iván y el apasionado Mitia hasta el asceta de Aliosha Karamázov". En distintos periodos hubo esperanza de convertir Rusia en un país más tolerante y democrático: durante la perestroika, por ejemplo. Pero, los intolerantes acaban ganando el terreno y los totalitarismos y las autocracias absorbiendo el poder en Rusia.
La falta de una tradición tolerante, la necesidad de un poder fuerte y la conciencia de una idiosincrasia propia marcan el presente y el futuro de Rusia. Europa necesita a Rusia y Rusia necesita a Europa. Ambos necesitan comprenderse y los europeos debemos exigir a Rusia que esclarezca la culpabilidad de los asesinatos que tanto nos repugnan y avance en el Estado de derecho por su propio bien y el del mundo. Pero hay que aceptar que lo haga a su manera y que le llevará tiempo.
Hace unas semanas, una señora que conocí en casa de unos amigos en Moscú me dijo con toda naturalidad: "Mi marido era un gran fan de Stalin". Y es que en la conciencia de muchos rusos Stalin sigue vivo. Por eso su tumba continúa en la plaza Roja, por eso personas anónimas y humildes depositan allí flores frescas a diario. En una reciente encuesta de una de las grandes cadenas de televisión rusa sobre el personaje más valioso de la historia rusa, Stalin aparecía en segundo lugar, por encima de Pushkin, tercero, y detrás del último zar. ¿Cómo es posible? Pues porque en Rusia no existe la memoria colectiva: hay una diversidad de memorias o, dicho en otras palabras, una memoria fragmentada. A diferencia de Alemania y su visión conjunta del nazismo y su análisis profundo sobre lo que fue su pasado totalitario, o de los países del este de la Unión Europea y su percepción del reciente pasado comunista, Rusia no ha realizado todavía el trabajo de reflexión crítica sobre el totalitarismo soviético.
Vasili Grossman, el autor de la novela Vida y destino, afirma que la intolerancia de Lenin y Stalin, su implacabilidad hacia todos los que pensaban diferente que ellos, su desprecio por la libertad y la crueldad para con sus enemigos había nacido y se había forjado en los abismos milenarios de la esclavitud rusa, de la no libertad rusa. Y observa que es en la admiración de la ascética pureza bizantina y de la docilidad cristiana del alma rusa donde vive el reconocimiento involuntario del carácter inquebrantable de la esclavitud rusa. Esa docilidad y ese ascetismo -al igual que la fanática fe de Lenin y la pérfida crueldad de Stalin- tienen el mismo origen: la milenaria ausencia de libertad del pueblo ruso.
Las palabras de Grossman son una muestra de que en Rusia está muy extendido, también entre sus escritores e intelectuales, el fatalismo. Puesto que la inmensa mayoría de los reformadores rusos no destruyen sino que refuerzan los lazos entre progreso y esclavitud, poca esperanza de libertad le queda a Rusia. El Gran Inquisidor, esa genial creación de Dostoievski, ya predijo la áspera y cínica suposición de los gobernantes modernos, no sólo rusos: el pueblo no quiere y no merece la libertad. En su último libro, Todo fluye, Grossman se preguntaba si llegará un día en que Rusia desee la libertad y la democracia como Europa las ha deseado a lo largo de su existencia. ¿Cuándo será libre y humana Rusia? Grossman contesta: "Tal vez ese momento nunca llegue". Pero, hay motivo también para la esperanza: en Rusia hay hoy quien arriesga su vida por ir en contra de este fatalismo.
Monika Zgustova es escritora.
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