Los vibrantes taxis cairotas
¿Cómo fue posible que hace 4.500 años un pueblo relativamente pequeño, en un país cuya única riqueza era estar atravesado por el río más largo y fecundo del mundo, fuera capaz de diseñar, construir y mantener sus monumentales templos y sus colosales esculturas? ¿Cómo se pudieron simultanear tiempos turbulentos de guerras y epidemias con la sensibilidad y el sosiego necesarios para esculpir sus delicadas inscripciones en los templos y las tumbas?
Egipto. Diez días que no me han servido para contestar estas preguntas, pero ni falta que hace. El Cairo es una ciudad permanentemente abierta, ruidosa, caótica y viva. Todo es excesivo. Los amables taxistas hacen de una carrera una excitante atracción con su puntito de riesgo. Las pirámides de Giza, más impactantes de noche, adivinándose su inabarcable contorno en la oscuridad. La triste e inacabada pirámide de Djoser, anticipo de las tres grandes y sólo visible desde lejos, lo que la hace más deseada.
Hacia el sur, por carreteras estrechas pero transitables, llegamos al Valle de los Reyes, donde un maravilloso color ocre baña las montañas que lo rodean. Y el Nilo, espina dorsal del país, dominadas sus históricas crecidas por presas y por sus innumerables recodos. Remontando desde el bajo Egipto al alto Egipto, del norte al sur, contradicción geográfica pero lógica en un país donde el Nilo manda. Ante nuestra mirada desde la cubierta del barco desfilan desierto y vegetación. Por la noche, el negro y brillante cielo. Y si hay luna llena...
Y al final, Abu Simbel. Maravilloso el exterior por su grandiosidad y belleza. Entrañable y mágico interior con sus inscripciones, pinturas y jeroglíficos. Y asombro de ingeniería por su traslado para rescatarlo de las aguas.
» Cuéntenos su viaje a sus destinos favoritos en 20 líneas y con alguna fotografía. Puede enviar su relato a EL PAÍS ('El Viajero'). Miguel Yuste, 40. 28037 Madrid. Los autores de las cartas publicadas recibirán una camiseta especial de 'El Viajero'.
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