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Crónica:CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Las leyes de la literatura

Hace poco, en Argentina, una ola de nuevos narradores y otros no tan nuevos, involuntariamente le concedió a algunos críticos la oportunidad de actualizar sus discusiones. De la mano de una narrativa influenciada por Internet, los blogs, la crónica, la fusión de géneros, se acuñó el concepto sofisticado de literaturas "posautónomas". Según este concepto, la literatura podría no regirse ya por sus leyes internas, estaría perdiendo autorreferencialidad y podría obedecer a nuevos criterios de valoración para adecuarse al presente. Rápidamente, superada por el vértigo mediático, la novedad fue desplazada por una tendencia asociada a la anterior: una presunta literatura del yo.

Curiosamente, esas categorías en juego pasaron a ocupar en varios suplementos culturales el lugar efímero de la noticia, como en otro momento el rótulo de literatura femenina. Esta vez la invención no fue una estrategia de marketing editorial, sino un rapto de sofisticación intelectual. Algo parecía mudar de piel: no la literatura, sino la crítica, que abandonaba criterios intrínsecos de valoración -estilo, calidad literaria, etcétera- y, con una terminología extraída de los más recientes estudios culturales, intentaba abordar textos híbridos que hablaran la lengua del presente.

Lo cierto es que textos que fuerzan categorías distintas de análisis existen desde hace tiempo -los precursores de la poesía concreta, de la poesía visual, sin ir más lejos, o escritores como Puig, Copi y Aira-. Lo interesante del caso es que la figura del crítico literario, bajo esta innovación, se superpone a la del crítico de arte, ese agente externo a la obra que dirime criterios de valoración circunstanciales. Es un rasgo que puede verificarse a nivel global: el crítico literario en el rol de curador.

No estoy seguro de que en la literatura estas reglas de prestidigitación sean tan efectivas como en el arte contemporáneo. La operación de este tipo de crítico consistiría en fundar la ilusión de movimiento y verdad donde hay contingencia. Aunque es válido, esta operación soslaya que el lector todavía sigue regido por una autonomía temporal y una historia privada que forma su gusto, y que probablemente acuda a un libro no para encontrar retazos de lenguajes mediáticos y actuales, sino para desalienarse de ese imaginario público y pasar a una dimensión en que las palabras significan y resuenan de modo diferente.

Aun cuando algún autor considere original construir un relato naturalista con los dialectos cotidianos de la tecnología y los medios para retratar la velocidad del presente, el resultado no dejará de ser leído con criterios que crecen y mudan en el interior la literatura hasta transformarse, con el tiempo, en convenciones. A la vez, ninguna novela que pretenda ser actual podrá en un mismo paso reproducir y reflexionar, como los lenguajes audiovisuales, sobre un acontecimiento. Llegará a destiempo. Ésa es la ventaja paradójica de la circulación del libro. Hay un largo tránsito -que el lector llegue al libro, luego, el pasaje a la lectura- que exige la aceptación de otra temporalidad: la literaria. En ese periodo, una novela puede envejecer con la realidad, o anticiparse y resultar original.

Por otro lado, el rótulo de "nueva generación" en este último tiempo pasó a ser fundamental para abrir otro campo de análisis. Tan central quizás como la noción de género literario en otro momento. Sospecho que cuando esto ocurre prematuramente, lo que queda oculto es la esencia del escritor, y lo que se exalta es la circulación pública de su imagen. Hoy se perciben conjuntos y antologías fluctuantes: en Latinoamérica, Bogotá 39 y El futuro no es nuestro, en Argentina La Joven Guardia, y los Nocilla en España. Podría pensarse a estos conjuntos como parte de la contingencia del presente, aunque el recorte generacional resulta más llano, si el fin es la solvencia mediática, que criterios de valoración extraliterarios para la literatura.

Entre las nuevas generaciones de narradores en Argentina el legado de Arlt, Borges y Saer está pendiente. Quizás no pueda ser de otro modo. Con Puig ocurre algo extraño: tanto se ha escrito sobre su uso desinhibido de la oralidad, que casi cualquier autor que presente un registro coloquial es confinado por la crítica a un imberbe edén puiguiano. No han dejado de producirse, sin embargo, identidades literarias fuertes. En el último medio siglo en Latinoamérica abundaron escritores que impusieron, no nuevas categorías de análisis, sino poéticas impares. Al crítico literario le queda la utopía de detectar las claves de esas poéticas, en una lengua sincronizada con la del escritor pero ascética con la de su época. No hicieron otra cosa Blanchot con Kafka, Deleuze con Lewis Carroll, o Kermode con Shakespeare. Hoy parecen raramente anacrónicos, como si esas lecturas vinieran del futuro.

Lejos de la actualidad, en Argentina dos escritores incursionaron en el ensayo con esa misma épica asceta. Por un lado, C. E. Feiling (1961-1997). Una selección de sus críticas y artículos se publicó bajo el título Con toda intención (2005). Por otro, Luis Chitarroni (1958), que en Siluetas (1992) reunió semblanzas de escritores reales y ficticios. En Mil tazas de té, matiza la soberanía del gusto con una ironía y una lucidez que se empareja con la efusión borgeana. Ambos, Feiling y Chitarroni, tienen el don de la anacronía, del recelo emotivo y la demora, afecciones que permiten llegar a un libro a tiempo, es decir, temprano para la historia y tarde para quienes prefieren leer las necesidades de la literatura en la contingencia del presente.

Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977) ha publicado recientemente la novela Ida (Norma, 2008).

Ilustración de Fernando Vicente.
Ilustración de Fernando Vicente.

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