La poesía escondida de Elliott Carter
No son muchos los que pueden presumir de haber llamado a la puerta de los 100 años. Y muchos menos los que llegan entregados a un trabajo que aman, con la mente despejada y sólo con la ayuda de un bastón. El compositor estadounidense Elliott Carter (Nueva York, 1908; www.carter100.com/) es uno de esos privilegiados. Celebró su centenario el pasado 11 de diciembre en el Carnegie Hall de Nueva York con el estreno de su última composición, Interventions for piano and orchestra. Bajo la dirección de James Levine, Daniel Barenboim acompañó al piano a la Orquesta Sinfónica de Boston en un concierto que, además de esa pieza, compuesta hace apenas un año, incluía La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski. Carter siempre se había referido a esa obra como la culpable de su carrera musical, por lo que ser obsequiado con ella tenía mucho sentido. La descubrió en plena adolescencia, en ese mismo auditorio, en 1924. Cuando el compositor ruso la estrenó en París 10 años antes, la audiencia se amotinó: esa pieza de la vanguardia musical, cargada de disonancias y estructuras rítmicas innovadoras, fue considerada una agresión para las mentes más conservadoras de la época, pero también encendió una llama revolucionaria en los oídos de muchos compositores, empezando por Carter, quien tras aquel concierto supo cuál debía ser su destino.
Hay artistas que se expresan más y mejor en sus años de juventud y otros a los que la madurez les bendice con la varita de la productividad. Más no significa siempre mejor, pero en el caso de Carter los críticos coinciden en que todo lo que ha compuesto entre los 90 y los 100 años es de altísima calidad. Sólo entre 2007 y 2009 ha firmado 17 nuevas composiciones y, pese a la edad, no le teme a los retos: se atrevió por primera vez con la ópera a los 90 años. La tituló What next? y es una comedia. "No sé cómo lo he hecho. Creo que la primera parte de mi vida la he pasado más o menos explorando qué es lo que me gustaría componer y ahora que lo he descubierto no tengo que pensar mucho sobre el tema", declaró tras su cumpleaños en el diario The New York Times. A lo largo de 2008 recibió múltiples homenajes por el mundo, que también se extenderán este año, algo que no le entusiasma demasiado porque le distrae de su rutina de producción. "Hay un montón de pequeñas obras que quiero escribir, pero no lo consigo porque tengo que ir a muchos sitios; pero al mismo tiempo es un placer acudir a estos eventos, especialmente a los conciertos, que suelen ser estupendos", aseguró en la misma entrevista.
Su entrada en la música vino de manos expertas, la de los compositores Edgar Varese y Charles Ives, que le introdujeron en el mundo de la música modernista en el efervescente Nueva York de los años veinte. Con el primero habló durante horas en las largas noches de la prohibición en los oscuros speakeasies neoyorquinos. Pero su relación con Ives fue mucho más intensa, se prolongó a lo largo de los años y fue clave en su decisión de adentrarse en la música. "Ives me animó a que fuera compositor. Yo había compuesto pequeñas piezas inspiradas en James Joyce y a él le parecieron muy interesantes. En parte fue por él que decidí matricularme en la Universidad de Harvard (él le hizo una carta de recomendación), pero allí descubrí que en el departamento de música no les interesaba la composición contemporánea y eso me hizo muy infeliz. Por eso decidí graduarme en literatura inglesa", recordaba en una entrevista en la BBC. No obstante, su paso por aquella universidad le permitió asistir a los conciertos de la Orquesta Sinfónica de Boston, muy centrada en las composiciones contemporáneas de la época, y, tras graduarse, cruzó el Atlántico para estudiar en Francia con la pedagoga musical más célebre de la época, Nadia Boulanger.
Allí fue seducido por la música neoclásica. Sus creaciones de aquella época (mediados de los años treinta), como Pocahontas, The harmony of morning o Holiday overture, tienen una carga melódica importante, influida también por toda la tradición americana. "Reflejan el idealismo populista y el optimismo de un país libre y joven a punto de entrar en una lucha que finalmente ganaría una guerra contra la opresión", escribe el crítico Frank J. Oteri, compositor y miembro del American Music Center.
Sin embargo, en 1948, con su Cello sonata y sobre todo, en 1951, con el Cuarteto para cuerdas número 1, su música daría un giro radical. Comenzó a experimentar con las tonalidades de la escala cromática, restringiendo el uso de algunos instrumentos a zonas específicas del pentagrama y presentando sonidos múltiples y opuestos que crean un extraño efecto en el oyente, quien puede llegar a sentirse abrumado por la cantidad de cosas que ocurren a la vez en sus composiciones, siempre iconoclastas. Él mismo acuñó la definición para sus continuos cambios de compás: modulación métrica, que está directamente unida a la estratificación de los tiempos que le asigna a los diferentes instrumentos.
Las necesidades económicas le obligaron a enseñar no sólo música, sino física, matemáticas y griego durante los años cuarenta en la St John's University de Annapolis en Maryland. En 1945 se instaló en el barrio de Greenwich Village en Nueva York, en un pequeño apartamento, junto a su mujer, la escultora Helen Frost-Jones. Todavía vive allí. Ella murió en 2002.
Durante las últimas cinco décadas, Carter ha compaginado la enseñanza en centros como la Juilliard School o Columbia University con la creación musical, que ha pasado de la complejidad absoluta a una velada sencillez. Tiene predilección por escuchar música del siglo XX y del XXI y, de entre los clásicos, se queda con Mozart, Beethoven y Wagner. Pero lo que realmente le inspira son los compositores contemporáneos porque "tienen chispa". Él es un referente para muchos de esos mismos creadores, puesto que desde que comenzó a construir su propio universo sonoro en la década de los treinta, y sobre todo a partir de la década de los cincuenta, su nombre no ha dejado de repetirse entre los amantes del género. La mayoría de sus composiciones son difíciles para un oído poco habituado a las atonalidades y las variaciones rítmicas complejas. Para los intérpretes, en cambio, su música figura entre las predilectas del repertorio contemporáneo, porque plantea retos difíciles e inquietantes. "Yo siempre he escrito para los músicos", ha repetido a lo largo de su carrera. Y muchos de los mejores le han buscado, desde Pierre Boulez a Leonard Bernstein. "El público me aburre un poco, especialmente en Estados Unidos; es muy difícil saber lo que quieren a menos que sea algo muy primitivo".
Evita deliberadamente las repeticiones, un recurso muy utilizado entre los compositores contemporáneos, básicamente entre minimalistas como Steve Reich o Philiph Glass, innovadores de los sesenta y setenta. Su rechazo va más allá de lo puramente sonoro, como explicaba en la BBC: "Creo que todo el mundo debería componer lo que considera importante, pero creo que vivimos abrumados por la publicidad, y la publicidad consiste en repetir una y otra vez lo mismo, ya sea verdadero o falso, tratando de forzar al público a convencerse de algo, y eso nos lleva a situaciones terribles. A lo largo de nuestra vida experimentamos la propaganda de muchas maneras. Aquí tenemos la nuestra, pero mucho peor fue la propaganda de Hitler. Y a mí la repetición me recuerda todo eso y no me gusta".
Su producción incluye más de 130 composiciones que abarcan desde la música de cámara a la música orquestal, pasando por trabajos para un solo instrumento o para voz. Algunas de sus composiciones vocales han nacido de su pasión por poetas como John Ashbery, cuya obra Syringa da también título a una de las más celebradas del músico. "Incluso cuando se trata de creaciones puramente instrumentales, un gran poema suele esconderse en la mente de Carter", escribe Oteri, en referencia a Symphonia: sum fluxae pretium spei. Esta pieza de 45 minutos, una de sus más alabadas, está directamente influida por un poema en latín del autor británico del siglo XVII Richard Crashaw. Ha sido reconocido dos veces con el Premio Pulitzer. Tiene un Premio Ernst Von Siemens, es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia y también tiene la Medalla de las Artes de Estados Unidos. A sus 100 años, sigue siendo un creador con la energía vital de un adolescente.
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