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Columna
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Este mundo infeliz

Por fortuna, la capacidad de aguante del género humano ante la adversidad es casi infinito, desde la apreciación personal hasta la colectiva. Soporta la escasez, la esclavitud, la tortura, el temor en las guerras, la necesidad en la paz, y vive siempre pensando en esos breves paréntesis de tranquilidad, donde entonces le agobian las pasiones individuales, sufre la injusticia, el rechazo y, asunto importante, tiene tiempo para abominar del bien ajeno.

Entre nosotros es un lugar común referirse a la dichosa Guerra Civil, donde parece que para el 80% de los españoles fue una época de padecimientos, oscuridad, rencor y miedo. Uno cavila en qué estarían pensando los chavales en el recreo o las vacaciones, los novios en la penumbra del callejón o del cine, los esposos antes y después de haber tenido esos hijos que llenaron sus vidas. Quizá creían que eran felices, pero, según parece, vivieron engañados.

En este planeta, que se empeña en ser azul, el fenómeno de la vida quiere continuar
El dinero fluyendo a raudales ayuda al buen carácter de los venezolanos, curtidos en la adversidad

Por distintos azares profesionales he pasado algunos períodos en tierras y pueblos azotados por la violencia, vi alguna doliente caravana de judíos, en Hungría, camino del aún ignorado holocausto, tomé un refresco en la Place des Canons de Beirut, donde poco antes o después habrían estallado las bombas de los patriotas y gruñido los tanques de los franceses.

Sobre las ruinas de muchas poblaciones, en África, en la América Latina tras el paso de la furia y sobre humeantes ruinas todos hemos contemplado, a través de la tele, niños jugando a la pelota, correteando entre cascotes y casas desventradas: era el triunfo arrollador sobre el aniquilamiento planeado por seres de igual o parecida raza. El ciego mazazo del tsunami, la periódica y esperada desdicha de los monzones, el furor de los tornados y la terrorífica fractura de los terremotos deberían haber destruido hace mucho cualquier vestigio de la raza humana, pero el empeño de las parejas -sector hetero- eleva continuamente el vagido de los recién llegados, la masa tierna de ojos grandes e ignorantes.

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En este planeta que se empeña en ser azul, por el que vagan las tormentas, el fenómeno de la vida quiere continuar, oponiéndose a cuanto la amenaza. Y la misma tierra se renueva, enverdece en muchas partes y se agrieta en otras.

Si sólo hiciéramos recuento de desdichas apenas merecería la pena permanecer en este mundo, sobre el que, por contera, caen los agoreros (los de Al Gore) para asustarnos más aún y, lo que es peor, para hacernos responsables de lo que vaya a ocurrir dentro de 22.000 años aproximadamente y soltemos la pasta para que funcionen organizaciones capaces de detener el deshielo de la Antártida, como si eso pudiera pararse.

Es el destino humano, contrapesado por las épocas, los momentos de felicidad que nos atan con fuerza a esta tierra tan poco apetecible.

Disfrutamos con la risa de las criaturas que juegan en el parque y los maldecimos, dos décadas después, cuando se entregan al botellón y dejan perdido el barrio y el portal de nuestra casa en sus incomprensibles juergas de los viernes y sábado noche.

Tal catarata de lugares comunes me han venido a la memoria al leer un correo electrónico enviado por una querida amiga desde Caracas. Allí vivió, luchó y triunfó hasta donde se lo propuso y allí compromisos personales la hicieron volver tres días antes del referéndum ganado por Hugo Chávez. La suponía sobrecogida, temerosa entre las turbas, jugándose la vida cada vez que se asomaba a la calle, pues el país del que se despidió para regresar a Madrid era, en aquel tiempo, una orgía de balaceras, atracos, pobreza y violencia.

Ha vuelto y me comunica haber pasado las vacaciones de carnaval en un puerto caribeño, con amigos, disfrutando del sol y del mar templado. Hace una referencia al triunfo del dictador, pero ensalza el comportamiento de la oposición y el movimiento estudiantil y su sorpresa, al cabo de pocos años, de encontrar una ciudad llena de coches importados -allí no se fabrica apenas nada-, con los supermercados y los restaurantes llenos y ese factor imposible de disimular, el dinero, fluyendo a raudales, lo que ayuda al buen carácter de los venezolanos, curtidos en la adversidad, que toman en marcha cualquier respiro de prosperidad, descartando pensar en un mañana catastrófico.

Porque el ser humano está hecho para sobrevivir.

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