Preguntas en la niebla
El estallido hace un año y medio de la crisis crediticia puso sobre la mesa cuestiones que de tan poco debatidas en los últimos años están ya casi olvidadas. Sin embargo, gracias a la cobertura en tiempo real que de la crisis han hecho los medios de comunicación, algunas de esas cuestiones, que en otra época estaban reservadas al debate entre especialistas, se las está planteando, de manera siquiera intuitiva, prácticamente todo el mundo. La más repetida es ésta: ¿se ha topado el sistema con sus propios límites?
Una duda de estas características surge de manera recurrente cada vez que un fuerte retroceso inocula el pesimismo en las expectativas del modelo económico del momento (hasta Keynes se vio arrastrado en su momento a elaborar una teoría del estancamiento).
El gran obstáculo para salir de la crisis es la deuda de las familias, empresas, Gobierno y, sobre todo, de la banca
Pero quizá en esta ocasión habría que reformular esa pregunta para convertirla en esta otra: ¿se ha topado el sistema con sus límites, o más bien es que los ha rebasado?
La pregunta así planteada tiene todo el sentido del mundo, ya que el crecimiento de los últimos años ha sido tan acelerado que ahora parece como si la economía mundial hubiese iniciado un salto con pértiga (la pértiga de la deuda) para llegar más allá de lo razonable.
De ahí que el principal obstáculo para salir de esta crisis sea el elevado endeudamiento que han alcanzado las familias, las empresas, algunos Gobiernos y, sobre todo, los bancos. De forma que para que el sistema bancario se estabilice, hace falta que se cumpla una de estas dos condiciones: o que reduzcan los bancos el tamaño de sus balances (lo que equivaldría a dejar de dar créditos y, por tanto, a un empeoramiento de la recesión) o que incrementen su capital social en 800.000 millones de dólares (y si el sector privado no fuera capaz de aportárselos, tendría que hacerlo el sector público).
Es verdad que sin ese endeudamiento desmesurado de los últimos años no habría tenido la economía mundial un crecimiento tan elevado ni en nuestro país se habría alcanzado el práctico pleno empleo de una población activa que a la vez crecía fuertemente.
Pero un desarrollo a ritmo tan frenético terminó provocando la crisis actual por la vía que ahora resulta que era la más evidente: cuando un negocio se construye sobre unos recursos propios muy bajos y una deuda muy elevada, el menor contratiempo en las condiciones económicas, aunque sólo provoque pérdidas porcentuales pequeñas, termina multiplicándolas por la misma proporción de la deuda y arrasando el negocio.
¿Se ha topado, pues, el sistema con un límite a la generación de riqueza, o sólo con una limitación a la tasa acelerada en que venía creándola? O, dicho de otro modo, ¿permite rentabilizar todo el ahorro financiero acumulado sin tener que proceder de tiempo en tiempo a destruir una parte de él? ¿Hay un problema de exceso de ahorro o sólo de ahorro apalancado excesivo (es decir, de ahorro al que se le turbocarga dándole una potencia adicional mediante la deuda)?
Por hacerse una idea de las magnitudes, la cifra mundial de los activos totales gestionados por fondos de inversión y de pensiones, compañías de seguros y fondos de capital riesgo, hedge funds y reservas centrales de los países exportadores y de los países productores de petróleo se acercaba, según el Instituto Mckinsey, a 90.000 millones de dólares a finales de 2007. Si, además, los gestores de ese ahorro han recurrido al endeudamiento para reforzar la potencia del ahorro gestionado, o al apalancamiento que permiten los derivados, las cifras se vuelven aún más estratosféricas.
Hay un problema que los anglosajones describen con una expresión comprimida: "Too much money chasing too few assets". Dicho en castellano, demasiado dinero para tan pocos activos que comprar; o, en terminología que hubiera deleitado a Carlos Marx y Ricardo, demasiados capitales tratando de realizar (lograr) la tasa media de ganancia (recuérdese que el primero hablaba de la incapacidad del sistema para mantener su tasa de acumulación y lo veía abocado al derrumbe, mientras Ricardo temía la caída de la economía en un estado estacionario).
Una acumulación de capital tan ingente hizo que en los últimos años, para poder extraerle una rentabilidad extra, surgieran nuevas estrategias de inversión que pronto resultaban inservibles por la cantidad de gestores para aplicarlas.
La mejor ilustración de lo que ha sido el exceso de recursos a la caza de muy pocos activos se produjo en el primer semestre de 2008, es decir, ya bien entrados en la crisis financiera: durante el primer semestre de ese año, el precio de las materias primas no cesó de subir. De todas ellas, el petróleo, que es la única que acapara titulares de los telediarios, pasó de 95 a 145 dólares el barril en sólo seis meses.
Con independencia de las discusiones sobre la demanda de petróleo y su presión al alza en los precios, entre enero y julio de 2008 lo único que subía de precio eran las materias primas, con lo que la conclusión para cualquier gestor del ahorro ajeno que quisiera tener éxito era evidente: comprar el único activo que subía de precio (una técnica que en la jerga del oficio se llama invertir en todo lo que tenga "momento", es decir, impulso ascendente). De ahí que, de nuevo, se viviera (esta vez caricaturizada) la escena de demasiado dinero a la caza de una sola clase de activo: las materias primas. Y de ahí también que 400 millones de personas pasaran de golpe a estar por debajo del umbral de la pobreza al encarecerse las materias primas agrícolas.
Esto lleva a la tercera gran cuestión, también ¡ay! tan olvidada: la de la población. ¿Dónde están los límites de la población mundial? ¿Habrá suficientes recursos naturales para alimentar a una población creciente o habría que limitar ese crecimiento? Aunque con esa limitación, ¿quedaría también afectada de manera grave la posibilidad de deslocalizar empresas y abaratar así la fuerza laboral? ¿Y con ello, la posibilidad de ampliar las ventas a nuevos mercados?
Son sempiternas preguntas que en otros tiempos dieron lugar a encendidos debates. Quizá estén a punto de volver; las preguntas y los debates. Lo peor de que eso ocurra es que probablemente son preguntas que no tienen respuesta y que ya en el siglo XIX dieron origen a disputas escolásticas virulentísimas entre las diversas corrientes de la economía política y que se creyeron superadas por la aplicación de las matemáticas a la economía. Y lo mejor es que, a base de replantear las mismas preguntas, a veces se encuentran respuestas a otras preguntas diferentes.
Al final se trata, una vez más, de cómo buscar el equilibrio entre producción, consumo, ahorro, inversión, costes laborales, población... Sin volver a disquisiciones escolásticas, pero sin olvidarse de que esas grandes cuestiones vuelven por sí solas. Si la infelicidad es el aguijón de la literatura y la filosofía, y en tiempos de prosperidad sólo filosofan los "raros" o los profesionales del ramo, la infelicidad que provoca la situación actual hubiera sido en otro tiempo el semillero de grandes teorizaciones. Que esta vez se están haciendo esperar.
Sin embargo, el tiempo para elaboraciones filosóficas pesimistas quedará limitado a los ocho o diez años que presumiblemente tardará el sistema en reponerse de sus excesos, años que seguramente discurrirán entre periodos alternos de recuperación y de recaída. Pues un periodo así de largo es el que en otros momentos históricos han necesitado las economías para reponerse de sus excesos.
Para el final de ese periodo, una banca recapitalizada estará en condiciones de financiar el gran salto en la productividad del trabajo que ya está atascando el freno en forma de innovaciones tecnológicas a la espera de ser aplicadas en gran escala. Pues el aumento de la productividad, junto con la aparición de nuevos productos, es lo que provocará el siguiente gran impulso económico. Aunque antes habrá que superar la gran indigestión en la que ahora estamos inmersos.
Juan Ignacio Crespo es director europeo de Thomson Reuters.
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