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Reportaje:EN PARO

Mi vida como parado

Todavía queda nieve en el recinto de Lear, en Ávila. Hace meses que por aquí no pasa nadie. Los últimos trabajadores de esta fábrica de cableado del automóvil terminaron el último turno en junio de 2008. Reina el silencio en la parcela 49-50 del polígono de las Hervencias, desde el que se divisa la ciudad amurallada. "Aquél era uno de los muelles de carga. Fíjese qué pequeño es el aparcamiento. Y eso que en 2005 llegamos a ser 1.600 trabajadores". Pablo Vidal García, de 42 años, casado y padre de dos niñas, recuerda su trabajo en la cadena de montaje de Lear como si fuera parte de una biografía ajena. Fueron 10 largos años, pero habla de ellos sin pasión, como si los hubiera vivido otro. Lo único verdaderamente real es su vida del último año y medio. Su vida de parado. Su peregrinar, currículo en mano, por fábricas, talleres, empresas de todo tipo. Una experiencia que se lee en su mirada desencantada, en la urgencia con la que enciende un cigarrillo rubio. La cajetilla diaria, a 2,80 euros, es una de las pocas cosas a las que no está dispuesto a renunciar.

"En la construcción, el trabajo de 30 años se ha hecho en 10", dice José Antonio, conductor de hormigonera en paro
Benjamín, 34 años, no tiene derecho al paro. Vive con lo justo. "Ya sólo compro las ofertas del supermercado", dice
Jacqueline y su marido, Patxi, se quedaron sin trabajo a la vez, en septiembre. En marzo se les acaba el paro
"Atiendo la cocina, hago la compra y hablo un rato con los abuelillos", cuenta un guardia de seguridad desempleado

Cuando recibió el finiquito, en julio de 2007, había unos dos millones de parados. La crisis no existía, y sólo los muy agoreros veían nubarrones en el horizonte de la economía global. España iba viento en popa. El PIB crecía un 3,8%, y había miles de obras en marcha atendidas por un formidable ejército de inmigrantes. Pablo Vidal puso al mal tiempo buena cara y se apuntó a unos cursillos. Un compás de espera, mientras cobraba el paro, poco más de 600 euros, convencido de que el plan de recolocación de Lear, o la inminente instalación de otras empresas anunciada a bombo y platillo por los políticos locales, le sacarían del apuro.

No fue así. Al contrario. Mientras acudía a los cursillos de capacitación estalló la crisis financiera. Los bancos, abocados a la bancarrota, dejaron de dar créditos. Se contrajo el consumo, y las empresas se vieron obligadas a ajustar sus dimensiones a la menor demanda, mientras se venía abajo el gigantesco negocio inmobiliario español y las constructoras se quedaban con centenares de miles de pisos sin vender. Sólo en el último trimestre del año pasado, el más duro de la crisis hasta hoy, cerca de 700 empresas se declararon en suspensión de pagos (en concurso de acreedores, según el nuevo lenguaje en uso). Y el reguero de despidos se convirtió en una atronadora cascada. Fueron 1,2 millones de parados más en 2008 que en el año anterior, hasta llegar a los 3,2 millones de desempleados. Y otros 200.000 desempleados más en enero pasado. Es decir, el 14% de la población activa, el doble de parados que la media europea.

Algo nunca visto. Como si la maquinaria productiva del país fuera la turbina de un reactor con la reversa puesta. Expulsando gente a una media de 40.000 personas a la semana. Una hemorragia que no deja de aumentar.

Pero ¿cómo es la vida de un parado? ¿Cómo se afronta el día a día en ese territorio de exclusión social? ¿Cómo se ve el futuro cuando se acumulan las facturas sin pagar y uno percibe en la mirada de los otros una mezcla de compasión y desprecio? Y ¿cómo soporta la sociedad un drama de estas proporciones? Gracias a la solidaridad familiar, casi siempre, y a los subsidios del Inem. Una nómina de 21.000 millones de euros, que, como reconoce Maravillas Rojo, secretaria general de Empleo, superó el año pasado, por primera vez, el monto de las cuotas de los afiliados.

Con ser astronómica, la suma no alcanza siquiera a todos los parados. Más de un millón están a la intemperie, excluidos de estas prestaciones, porque las han agotado ya o porque no han cotizado el mínimo para tener derecho a ellas. Gente como Benjamín D., un barcelonés de 34 años que abandona la oficina de empleo de la calle de Méndez Álvaro, en Madrid, bajo la lluvia. Lleva ocho años, desde que acabó estudios de Turismo, trabajando en lo que encuentra. Ha sido camarero, actor, animador y, por último, cuidador de sala del Museo Reina Sofía. "Nos contrató una empresa intermediaria. Éramos 36 en total. Por tres meses, a 641 euros el mes. Al final nos trataron muy mal. No nos renovaron el contrato". Benjamín cobró la liquidación como los demás y se apuntó al paro. Pero no recibe un euro. No tiene derecho porque no hay personas a su cargo y no ha cotizado el tiempo mínimo.

Benjamín, estatura media, pelo oscuro, gafas Ray-Ban de montura rosa, chaqueta negra sobre suéter de algodón naranja fuerte, forma parte de la legión de los desheredados dentro del ejército de parados. "Vivo solo y empieza a obsesionarme lo caro que está todo. Acabo de pagar una factura eléctrica de 120 euros. Ya no compro más que en el DIA, y sólo las ofertas", cuenta. Ahora mima la ropa que tiene y no gasta en nada superfluo. Al menos hasta que encuentre otro "curro". A él le gustaría trabajar en un museo, pero con un contrato indefinido.

Sus ansias de estabilidad laboral chocan de plano con una situación que tiende a agravarse. No sólo porque la crisis no ha tocado techo, sino porque los analistas están seguros de que los inmigrantes seguirán llegando, aunque a menor ritmo, y se incorporarán al mercado de trabajo más mujeres. Amas de casa, como Estrella Mansilla, manchega de 40 años, madre de dos hijos, una niña de 14 años y un chaval de nueve, que dejó de trabajar al casarse. "Hace año y medio volví, y una empresa de colocación, Adeco, me encontró un empleo en un laboratorio que tuve que dejar por problemas de salud de mi hijo. Ahora que está mejor, he vuelto". Su marido es transportista, autónomo, y los pedidos han caído tanto que necesita una ayuda para llegar a fin de mes.

Los primeros meses de búsqueda han sido una muestra de cómo está la situación. "En cuanto dices que tienes dos hijos, malo. Y hay que ver lo que piden. Para ser botones de un hotel me exigían tres idiomas", cuenta, sentada en la cafetería de un centro comercial de Madrid. Al final ha tenido que resignarse con un empleo por debajo de su cualificación y con un horario que no le conviene.

Estrella ha trabajado hasta ahora en los servicios. Un sector que acumula el grueso de parados. Seguido de cerca por el de la construcción, que se ha hundido en unos meses. En diciembre pasado ya ni siquiera se edificaron pisos nuevos. Por eso anda mustio Víctor Alba Cortés. Apenas sale de su cuarto alquilado, en el madrileño barrio de Aluche, esperando una llamada salvadora. Víctor, peruano de Trujillo, 33 años, ha estado sin cobrar un euro desde septiembre hasta este mes, que le empezó a llegar el cheque del Inem. "Son unos 900 euros, y me pagaron también los meses de diciembre y enero". Gracias a eso respira. Víctor Alba era oficial de prevención de riesgos laborales de la constructora Corman. "Íbamos delante de los encofradores poniendo mallas de protección. Ganaba hasta 1.200 euros al mes", explica. Las cosas le fueron bien hasta el año pasado. De repente, algo cambió. "Primero comenzaron a retrasarse con los sueldos. Luego ya nos dejaron a deber dinero, aunque seguimos trabajando". Cobró el último sueldo en septiembre. "Viví de los ahorros como pude", dice.

El de Corman fue un proceso similar al de Construcciones Valladolid, que echó el cierre en noviembre. Lo cuentan Roberto Domínguez, 46 años, José Antonio Serrano, y Jesús Encinas, 45 años los dos, y Javier Vera, 33 años, conductores de hormigonera de la pequeña empresa castellana. Todavía se les ve optimistas, pese a haberse quedado en la calle. "Para nosotros, la crisis empezará dentro de dos años, cuando se nos acabe el paro", dice Jesús, alto y delgado, que, como los demás, tiene una hipoteca que pagar, aunque su mujer le ayuda con un trabajo de media jornada. Su amigo José Antonio reconoce que las cosas en la construcción no podían acabar bien. Era una locura. Un frenesí de grúas asomando por doquier en el horizonte. "El trabajo de 30 años se ha hecho en 10", sentencia.

Ellos cobraban un sueldo base, de unos 900 euros al mes, más comisiones. "Seis o siete euros por metro cúbico de hormigón transportado", precisa Jesús. Y trabajaban como locos, 12 y 13 horas al día, llevando de las fábricas de hormigón a las obras enormes bichos de tres ejes cargados hasta los topes con 24 toneladas de hormigón, para llevarse a casa de 1.300 a 1.400 euros al mes. "Hemos hecho obras grandes, como la del AVE. En Olmedo, en Mojados, en Valdestillas. Sin parar más que para comer un bocadillo", apunta Javier, el más joven. Mucho trabajo y mucho rendimiento. Él tiene ya casa propia en Santos-Pilarica, una barriada nueva de Valladolid. Y sólo le quedan tres años de hipoteca.

En ese barrio periférico, al otro lado del río Esgueva, se levantan a ritmo lento varios bloques de pisos. Pero no hay que dejarse engañar por la apariencia de actividad. "Donde antes había 60 obras en marcha, ahora quedan seis", apunta Roberto, casado y padre de una hija de 24 años. Por fortuna, su esposa sigue trabajando. Y él encara la situación con sorprendente calma. "Es que es una crisis global", dice. Se apuntará a algún cursillo. Como los demás. Convencido de que la construcción no levantará cabeza de momento. No es el único que lo piensa. El economista Fernando Ballabriga, profesor de la universidad privada Esade, cree que la actual crisis revela "fallos estructurales en el modelo de desarrollo". Y teme que "algunos segmentos, como el del automóvil y el de la construcción, salgan de ella tocados".

La resaca puede ser tan grande como la monstruosa borrachera constructora. Juan Menéndez Valdés, del departamento de relaciones laborales de CEOE, está de acuerdo en que hay que buscar otras vías de desarrollo, pero no comparte las críticas al ladrillo. "Pese a la burbuja, los pisos se vendían, igual que se vendían los coches. Y es cierto que se preveía un aterrizaje suave, lo malo es que se ha juntado con la crisis financiera", sostiene. Ahora todo el mundo habla de desarrollar sectores alternativos, "pero no sabemos con certeza cuáles".

El Gobierno, al parecer, sí. Ahí está el fondo de 8.000 millones de euros para financiar proyectos municipales. Y otros 3.000 destinados a rehabilitaciones, investigación y desarrollo, proyectos relacionados con el medio ambiente, y ayudas al automóvil. Lo malo es que todos los sectores reclaman dinero para reactivar negocios entrampados, con el agua al cuello, necesitados de créditos que no llegan. Las firmas automovilísticas no se contentan con el dinero prometido. Porque la automoción, espina dorsal de la industria española, con 18 factorías en nuestro país, siente ya el aliento mortal de la recesión, del retraimiento de las ventas, que bajaron en 600.000 unidades el año pasado, con previsiones de nuevas bajadas en 2009. Más de 100.000 trabajadores están en paros temporales en el sector, según UGT. Y ya se sabe, por cada expediente de regulación de empleo se destruyen cuatro puestos de trabajo auxiliares.

Son cosas en las que no piensa Javier Vera. Con 33 años, este ex conductor de hormigonera no le teme al paro. Al contrario, parece dispuesto a disfrutar de él. "Llevo 10 años trabajando como una bestia 13 horas diarias. Ahora me toca descansar un poco y cuidarme". Hace deporte, va a la sauna y procura disfrutar. ¿Y la crisis? Vera no cree en la crisis. "Lo que pasa es que todas las empresas de la construcción duplicaron su plantilla hace tres años, ahora no hay trabajo para todos. Pero los restaurantes caros están llenos". Sus compañeros no están de acuerdo. "¿Has visto las colas en los comedores de caridad?", protesta Roberto. Javier no las ha visto. E insiste. La crisis es un espectro azuzado por los empresarios para reducir plantillas.

Es un análisis que podría suscribir Antonio Díaz, parado desde hace más de un año. Pero Antonio la emprende más bien con los políticos. Esos que, como dice él, crean puestos de trabajo de la nada y juran y perjuran que la economía va a remontar enseguida. "Todos unos mentirosos". Su cara es un resumen de la crisis. Ojos desencantados, cierto descuido en el vestir, con la indiferencia del que no intenta causar buena impresión. Su vida es una rutina doméstica que se desarrolla en unos pocos metros cuadrados. "Atiendo la cocina, hago la compra en el barrio y me entretengo un rato hablando con los abuelillos en el mercado. ¿Que si me tomo vacaciones? ¿Para qué? ¡Estoy todo el año de vacaciones!".

Quince meses atrás, Díaz era otro hombre. Trabajaba como guardia de seguridad del Atlético de Madrid. Un buen empleo, con un sueldo aceptable, uniforme incluido, que todavía utiliza, a juzgar por el escudo atlético bordado en su anorak. Acaba de cumplir 53 años. "Ahora me dan un subsidio para los mayores de 52, son 412 euros, en vez de los más de 600 que cobraba con el paro". Díaz fue en tiempos fontanero, hasta que las rodillas dijeron basta. Entonces encontró el empleo en el Atlético. ¿Ve al menos los partidos del club? "Es que soy del Real Madrid. Igual me despidieron por eso", bromea. Aunque las perspectivas de encontrar un empleo son escasas, Antonio Díaz no deja de ser un hombre afortunado. Sus hijos, ya independizados, tienen trabajo. Y su mujer conserva todavía el suyo. En España hay, sin embargo, casi 900.000 hogares donde nadie trabaja.

¿Cómo se sobrevive así? "Ay, pues con mucha angustia", dice Jacqueline Lugo, sentada en un bar de Bustarviejo, a unos 60 kilómetros de Madrid, el pueblo más alto de la sierra de Guadarrama. El viento zarandea brutalmente los plásticos que cubren la iglesia, en vías de restauración, y en la plaza del Ayuntamiento no se ve un alma. Jacqueline, 30 años recién cumplidos, cubana de Bahía Honda, se instaló aquí con su marido, Patxi, hará casi cinco años. Al principio todo fue bien. Luego la vida se les fue complicando y terminó por ponerse cuesta arriba cuando los dos se quedaron en paro en septiembre. Ella, cajera en un supermercado de Colmenar Viejo (a unos 30 kilómetros de Madrid), se vio en la calle a primeros de ese mes. Él, conductor en una empresa de transportes, con contrato indefinido, a finales.

"Lo peor es que no me dijeron nada hasta la vuelta de las vacaciones", se queja Patxi, 55 años, una rara avis en Bustarviejo, con su doble pendiente en la oreja y su original corte de pelo. Tres cuartas partes de la cabeza rapada y una delgada coleta que cae desde la nuca. "Si lo hubiéramos sabido antes, no habríamos gastado nada y Jacqueline no se habría ido a Cuba a ver a su familia". Fue un severo aterrizaje. Aunque ella cuenta que el trabajo nunca fue lo que le habían prometido en la agencia de trabajo temporal que la contrató. "Primero todo muy bien, que si iba a ganar casi 900 euros, que en la empresa se podían escoger los horarios a la carta. Pero no era así", explica gesticulando con las manos enjoyadas. "Cobraba 5,75 euros a la hora, por un mínimo de 70 horas y un máximo de 160 horas al mes, y el horario a la carta era pura discusión con los otros compañeros porque todos queríamos el mismo".

Fue entonces cuando le entraron a Jacqueline los impulsos combativos. Se puso al habla con un sindicato y organizó en la empresa el primer comité sindical. Antes de cumplir el año estaba en la calle. "Sencillamente no me renovaron el contrato. Dijeron que las ventas habían caído un 33%, y punto. Pero entonces, ¿por qué contrataron a otra gente?", se pregunta.

Jacqueline Lugo, una morena potente, maquillada con perfección y decorada con bisutería colorista, no es de las que se dejan amilanar. Ha llevado a la empresa a la Magistratura de Trabajo. Y está dispuesta a dar la batalla. De momento, hasta marzo, cobra unos 400 euros de paro que, sumados a los 800 euros de su marido, les permiten ir tirando. "Hijos no tenemos, ¿Quién se los puede permitir en esta situación?", dice ella.

Jacqueline apenas sale a la calle. Vive volcada en el ordenador, navegando por Internet, en busca de foros y ofertas de trabajo. Ha enviado el currículo a todas las páginas que ofrecen ayuda a los parados, y está apuntada en tres o cuatro agencias de empleo de la zona. Por el momento nadie llama. Y ella se consume entre las cuatro paredes de su casa, dándole vueltas a una crisis que se le antoja prefabricada.

Pero los datos son elocuentes. La desaceleración de la que hablaba el ministro Pedro Solbes se ha convertido en una crisis sin precedentes. Y los bolsillos de los españoles se han resentido; hasta tal punto, que las marcas blancas, las más baratas del mercado, se imponen de forma acelerada. Supermercados como la cadena Mercadona han retirado hasta 800 productos de sus estanterías por ser demasiado caros para sus clientes, aun a riesgo de tener que litigar en los tribunales con las empresas damnificadas. No hay día sin una nueva compañía en suspensión de pagos, mientras la sombra de la bancarrota se proyecta sobre hogares y empresas.

"El problema fundamental es que no hay liquidez en el mercado y los bancos no están dando créditos", cuenta Lorenzo Amor, presidente de la Asociación de Trabajadores Autónomos (ATA), un colectivo importante en nuestro país, estimado en unos tres millones de personas. "Tenga en cuenta que la mitad del tejido productivo español lo forman autónomos sin empleados, y el 95% está constituido por microempresas de menos de nueve empleados. Muchos necesitan contratar, querrían contratar más trabajadores, pero no tienen liquidez".

Algunos de esos empresarios se las arreglan con trabajadores temporales. Gente que cobra a tanto la hora. No es casual que el desempleo se haya cebado en este sector del trabajo inestable, que se construye y se destruye sin aparente dificultad. Lo corrobora Laura Pérez, economista especializada en temas de Empleo del sindicato UGT. Y hasta Francisco Aranda Manzano, presidente de la patronal de empresas de trabajo temporal (AGETT), que engloba a casi 400 agencias, está, en parte, de acuerdo. "El problema es que España tiene una temporalidad disparatada. Abusa de ella, no la usa".

Estrella Mansilla lo sabe bien. Ha trabajado, sin derecho a ponerse enferma, jornadas largas por siete u ocho euros la hora. Sin vacaciones, con las libranzas mínimas. Y acaba de aceptar un trabajo que le rompe la vida. "Las tardes eran para cuidar a mis hijos. Pero no puedo elegir", dice. Estrella no entra en análisis económicos, ni hace proyectos, ni se lamenta más de lo justo. Las cosas son como son. Una actitud que comparten muchos de los parados entrevistados para este reportaje. Aunque vean venir más nubarrones, Roberto, Jesús, José Antonio, Javier, Guadalupe, y Víctor no están dispuestos a desesperarse. Si no hay hormigoneras que conducir harán otra cosa. Ya saldrá un cursillo interesante. Igual que Pablo Vidal García. Sabe que en Ávila no habrá otro empleo como el de Lear en mucho tiempo. Por eso prepara los exámenes finales de su cursillo de prevención de riesgos laborales convencido de que habrá que tirar por otro lado. ¿Por dónde? Puede que tengan razón sus antiguos camaradas, que en un alarde de humor casi negro aseguran que "sólo va a haber trabajo en los geriátricos". Pablo sonríe. Habrá que aceptarlo.

Pablo Vidal García, ex empleado de Lear, en Ávila, delante de la fábrica desierta.
Pablo Vidal García, ex empleado de Lear, en Ávila, delante de la fábrica desierta.CRISTÓBAL MANUEL

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