¿Y quién juzgará a los jueces?
Treinta años llevamos de Constitución y todavía carecemos de una ley que regule el derecho de huelga. El único proyecto que llegó a las Cortes quedó suspendido en el aire cuando Felipe González se vio forzado a adelantar la convocatoria de elecciones en 1993. Desde entonces, el retraso se ha convertido en abulia y abandono: ni socialistas ni populares se han atrevido a presentar un proyecto de ley de huelga, y así seguimos, arrastrando un real decreto ley de relaciones laborales, aprobado meses antes no ya de la Constitución, sino de las elecciones generales de 1977, al que una sentencia del Constitucional dejó hecho unos zorros.
Nada de raro, pues, que en los últimos años haya florecido un tipo de huelga protagonizada por sectores muy restringidos de profesionales cualificados que gozan de una especie de monopolio de oferta en puestos con grave incidencia en el normal desenvolvimiento de la vida diaria de cientos de miles de ciudadanos. Se trata de huelgas, encubiertas unas veces, de celo otras, no declaradas legalmente, que provocan serios trastornos en algún servicio público y que se utilizan como instrumento de intimidación antes de iniciar negociaciones con la patronal o, en su caso, con el Estado, con el propósito de mostrar la fuerza de que dispone un puñado de trabajadores con capacidad de paralizar por completo algún servicio público.
A este tipo de huelga incitan, por lo general, organizaciones sindicales de corte corporativo, sin que nadie reciba una sanción: los profesionales que las convocan y las llevan a la práctica se sienten inmunes, y salen impunes de los estragos producidos, seguros de que el acuerdo finalmente alcanzado incluirá el cierre de expedientes con la anulación de posibles sanciones a los promotores de la huelga. Pilotos y controladores han ocupado la avanzadilla de esta nueva modalidad, que nada tiene que ver con la vieja tradición de la huelga como última arma de la clase obrera, a la que sólo se acudía cuando todo lo demás había fracasado y a costa de sanciones, despidos y la consiguiente ruina de la caja de resistencia.
Lo último que cabría imaginar es que jueces y magistrados recurrieran también a este tipo de huelga como instrumento de presión, y no como último recurso, sino como amenaza previa a la negociación: si algún oficio dispone de monopolio de oferta es el de juez: nadie que no lo sea puede administrar justicia. Prevaliéndose de esa condición, les da igual que la huelga sea o no legal, ni entran en la vana cuestión de si con su huelga conculcan la Constitución y pisotean derechos fundamentales de los ciudadanos. En el curso de la acción ellos son, o se descubren, trabajadores. Y como tales gozan -¿quién se atreverá a dudarlo?- del derecho de huelga, aunque, a diferencia del resto de trabajadores, la patronal no pueda despedirles y deba tentarse la ropa antes de sancionarles. ¡Qué más da! No tendrán sindicatos, pero tienen asociaciones, que disfrutan también de un irrestricto derecho de huelga. Ya se encargará la asociación de llamar otra vez a la huelga si alguno de los cabecillas de ésta resultare por azar multado con un puñado de euros por abandono del puesto de trabajo.
Saben bien que nadie les va a pedir cuentas: todo el mundo, también ellos, está al cabo de la calle de lo que ocurre cuando un juez comete una falta, por grave que sea: una multa recurrible. Ésa es la ley, de la que ellos son únicos administradores. Y allí seguirá, en su puesto de juez, que es vitalicio, ejerciendo un poder que emana del pueblo soberano y que le confía el Estado de derecho. Entre leguleyos, cualquier cosa es posible: aceptar que la Constitución impide a los jueces sindicarse, y sostener que no prohíbe a sus asociaciones organizar la acción sindical por excelencia, la huelga. Contaminados por la política a la que no paran de contaminar, han conseguido cuadrar el círculo y obtener para su oficio lo mejor de ambos mundos: trabajadores para los derechos, poder del Estado para las inmunidades.
Y mientras tanto, el fiscal que ocupa el cargo de ministro de Justicia emite el desalentador principio según el cual participar en una partida de caza mayor es, en el peor de los casos, "inoportuno". O sea, que un fiscal, ministro de Justicia de un Gobierno socialista, considera como lo más normal del mundo pagar un pastón por disfrazarse de cazador, echarse al hombro la escopeta, abatir un venado, cortarle los cuernos, hacerse la foto, cantar la salve, y volverse a casa en el todoterreno, custodiado por sus escoltas. Pues qué bien, hombre. -
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