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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Todo controlado

Dentro de las medias distancias (y España es un país que entra en ellas) el avión va perdiendo ante el tren la guerra que parecía haber ganado definitivamente. En especial cuando la competencia al avión está en el AVE. Y hay serias razones para ello.

En primer lugar está el tiempo. Sí, aunque parezca mentira el avión está perdiendo la carrera del tiempo. Llegar al aeropuerto desde Barcelona cuesta como mínimo 30 minutos y 30 euros, y lo mismo al volver, cuando alcanzar Sants no suele pasar de 15 minutos y 8 euros. En el aeropuerto hay que estar como mínimo una hora antes de la salida, y en el tren bastan cinco minutos. La puntualidad del AVE suele ser emblemática, mientras que la de los aviones depende del clima, la congestión de los aeropuertos y hasta el humor de los controladores. En el tren, las maletas están siempre a tu alcance y no se pierden, mientras que las cintas trasportadoras son a veces tan lentas que hasta permite, en la espera, establecer noviazgos.

El viajero imparcial suele añadir otras dos razones. Una es la comodidad y hasta el señorío: el tren respeta un cierto espacio vital que permite movimientos dignos, mientras que el avión exige malabarismos, articulaciones entrenadas y hasta posturas de feto. Si tu compañero de asiento es muy gordo, más vale tener una azafata especialista en primeros auxilios. Todo para llegar, si las cosas van bien, media hora antes.

He dicho que hay otra razón, pero ésta es moral. En el tren puedes leer cómodamente, ver el paisaje y además ser partícipe de una antigua tradición cultural: desde Cecil Roberts a Patricia Highsmith, por no citar docenas de nombres, los trenes siempre han tenido una tradición literaria y cinematográfica: sus elementos son la intriga, el amor, el misterio y un cierto sentido del tiempo interior. La tradición cultural de los aviones también es abundante y variada, pero tiene una gran tendencia a reflejar catástrofes y a dejar al personal hecho polvo. Añadiré una razón interior más: no es lo mismo terminar tu viaje en Sants, con sus animadas cercanías, o en Atocha con sus freidurías de calamares, el Ministerio de Agricultura y el Prado, que en la Terminal 4, cuyo paisaje mesetario parece preparado para ensayar una nueva batalla de la Guerra de la Independencia.

Es difícil que todo esto cambie mientras los trenes sean cada vez más cómodos y modernos, y los aviones se sigan especializando en usar a sus clientes como material de industria conservera. Pero hay una cosa que sí debería cambiar, y es la humillación personal. La humillación personal es realmente el motivo de esta crónica.

Por supuesto, no voy a hablar de los calzoncillos del señor Laporta, aunque más de un día me he acordado de él al quitarme el cinturón sin llevar unos pantalones ajustados. Pero sí puedo hablar de aparatos de control que no funcionan o de personal poco preparado. Hace poco, en la fatídica T-4, una joven guardia civil, muy bien educada, se empeñaba en que yo llevaba un objeto metálico cuadrado dentro de mi único maletín. Tuvo que vaciarlo sin que apareciese nada y al final llegó a la conclusión de que el objeto metálico cuadrado era el armazón del propio maletín. Por supuesto, perdí el avión, y además suprimieron el vuelo siguiente. En otros sitios he sido testigo de cosas absurdas y, por supuesto, humillantes. En Panamá he visto obligar a descalzarse... al piloto del avión. En El Prat, pararlo todo porque una abuela no sabía desprenderse de una cadena con medallita.

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Pero además, si el personal de control no tiene normas concretas (que, me temo, no las hay) o no está bien entrenado, las medidas pueden ser inútiles. Se lo cuento y les juro que es verdad: volé a Nueva York apenas unos días después del terrible 11-S, cuando lo controles debían ser implacables. Bueno, pues olvidé sacar una llave de un bolsillo de la americana. Naturalmente sonó la alarma, y el vigilante me pasó la raqueta por el bolsillo. "Lleva usted algo ahí", dijo. Saqué la llave y dijo: "¡Ah!, bueno", pero no volvió a pasar la raqueta. Es decir, yo podía haber guardado una pequeña pistola o una navaja. Lo cuento para que muchos controladores, a veces tan cansados, sepan que siempre acecha el peligro. Pero lo increíble fue al volver. En el Kennedy las medidas eran excepcionales, y hacían una segunda revisión en la misma puerta del aparato. Al ver que yo llevaba pasaporte español, el controlador dijo: "¡Ah!, muy bien, pase, pase"... y no me revisó nada. No se quién dijo que ser español era importante en el mundo. No me atrevería a repetirlo, pero aquella vez me sentí descubridor de América e hijo del Imperio. En el tren eso no pasa.

Dicen que ahora todo va a cambiar y que unos aparatitos nos desnudarán para que nos vea en la pantalla el agente de turno. Más de un ciudadano-a pasará vergüenza y además, ya lo verán, nos acabarán poniendo un impuesto sobre los michelines.

Viajeros trabajando con el ordenador en el AVE.
Viajeros trabajando con el ordenador en el AVE.JOAN SÁNCHEZ

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