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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Luces, olvidos, narices

Manuel Rodríguez Rivero

Me largo unos días a hacer bolos al Caribe más literario -Cartagena de Indias, Festival Hay-, no muy lejos del ignoto lugar selvático donde los sicarios del llamado Don Mario (la estrella ascendente en el firmamento del narcotráfico) cortan con motosierra las manos de sus competidores, y cuando regreso me encuentro con que el suelo (editorial) patrio sigue moviéndose bajo mis pies. Cambios en la dirección de las marcas, previsibles patadas hacia arriba, prejubilaciones, reestructuraciones, nervios: los rumores se habían filtrado apelotonados en la Heroica villa a través del correo electrónico, el último e hipermoderno avatar de la muy vetusta radio-macuto. Allí, en la amurallada ciudad fundada por Pedro de Heredia, la que defendió de los ataques de los corsarios ingleses el almirante Blas de Lezo (apodado Mediohombre tras haber perdido épica y sucesivamente pierna, brazo, ojo y segunda pierna), autores y críticos hispánicos se hacían eco de las contradictorias cacofonías provenientes de nuestro asendereado corralito editorial. Menos mal que, de vuelta al hogar y al orden abstemio, me estaba esperando, puntualmente, Luces de Cultura, el muy oficial órgano bimestral cuya testaruda existencia no contribuye precisamente a la gloria de nuestro ministro CAM (no confundir con las siglas de Central Arizona Modelers, una asociación estadounidense de aficionados al aeromodelismo). Gracias a ella me entero, por si aún no lo sabía, de que en el Prado se exhibe la obra de Bacon, de que Marsé recogerá el Cervantes el 23 de abril, y de que el plazo para solicitar algunas ayudas y becas expiró 15 días antes de que me llegara la revista, lo que no deja de constituir un ejemplo de contrainformación. Por supuesto, nada se dice en el redundante botafumeiro de, por ejemplo, en qué ha quedado aquel Observatorio del Libro que llevaba el PSOE en su programa. Sigo sin entender qué pinta esta revista de papel no reciclado al lado de la siempre mejorable página web (www.mcu.es) del Ministerio, pero supongo que es férrea divisa de quienes la perpetran aquella de sostenella y no enmendalla que tantas satisfacciones ha dado a los burócratas a lo largo de nuestra historia intelectual.

Patrimonio

Siempre he tenido por prodigioso (y quizás premonitorio) el hecho de que los primeros versos que se conservan del poema narrativo fundacional de nuestra lengua común -la que hablarán 500 millones de personas a finales de la próxima década- pongan en escena al héroe primordial castellano llorando a moco tendido: "De los sos ojos tan fuertemientre llorando, / tornava la cabeça e estávalos catando". Sorprende que una tradición que exhibe ese estremecedor incipit -que retumba a través de los siglos como un aldabonazo en la puerta de nuestro imaginario- haya podido desarrollarse de tantos y tan diversos modos -incluyendo la comedia ligera, como la que últimamente gusta a Mendoza-, a ambas orillas del océano. En esa trayectoria, larga y compleja, todo ha acabado siendo patrimonio, aunque, evidentemente, con diferente valor; incluido lo que Saturno-Cronos, el dios que devora a sus hijos por puro miedo a la muerte, parece haber descartado definitivamente o deja arrumbado un instante en el transcurrir de la historia literaria. Estos días en que leo el obituario del muy longevo Luis Romero (1916-2009) y ojeo con culposa desgana La fuente enterrada, de Carmen de Icaza, rescatada por Backlist (Planeta), pienso en el apabullante olvido que padecen hoy muchos de aquellos novelistas que alcanzaron su acmé en la primera mitad de la Dictadura -en 1945 la señora de Icaza fue elegida por el Gremio de Libreros "el novelista más leído del año"-, mientras me pregunto con curiosidad flotante cuánto de lo que hoy triunfa caerá en un olvido igualmente estruendoso antes de diez años. Recibo, por último, Liras entre lanzas (Castalia), un título poco sugerente para esa Historia de la literatura 'nacional' en la Guerra Civil (su subtítulo), de José María Martínez Cachero, en la que pueden rastrearse algunos de los nombres que destacarían (y otros tempranamente arrumbados) en la producción literaria hegemónica en años posteriores. Sólo tres escritores -a los que Martínez Cachero califica de "multigenéricos"- merecen capítulo aparte: Foxá, Miquelarena y Pemán, pero el volumen ofrece en conjunto un interesante panorama -en cierto modo, un catálogo- de los autores que -desde la poesía a las biografías imperiales, desde el periodismo literario al relato militante- escribieron (entre 1936 y 1939) desde y para el bando que resultaría vencedor en la contienda fratricida. Muchos de esos literatos de combate fueron meros "aficionados deseosos de contar su caso y adoctrinar a los lectores". Pero otros delimitaron con su producción posterior -y mediante el nihil obstat de una ferocísima censura- la literatura jaleada o consentida desde las terminales ideológicas del Estado franquista en los años de plomo del nacionalcatolicismo.

Editoras

A pesar de los reiterados intentos de reconvertirlo en un híbrido de mercadotécnico y contable -una tendencia que hizo furor a principios de los noventa, cuando en el negocio del libro era posible encontrarse a directivos que provenían de la venta de bayetas-, lo cierto es que el editor tradicional es hoy más necesario que nunca. Como señalaba el maestro Castellet en su hermosa definición del director literario, entre las prendas que deben adornar a un editor está la de una buena nariz, y no sólo para husmear originales (el famoso olfato), sino también a los autores, a los accionistas, a la competencia, a los jefes que presionan con los nuevos presupuestos. Pero, sobre todo, para ventear el aire del tiempo: lo que merece ser publicado y lo que la gente (unos pocos o la mayoría: depende del tipo de editor que se quiera o se pueda ser) desea (o debería) leer. El editor es, entre otras cosas, una especie de crítico al que se ha dotado de cierto poder ejecutivo: el de decidir qué se publica y qué no. Y que puede equivocarse (a veces por adelantarse a su época), acertar o triunfar clamorosamente. Sin ese olfato de los editores -hoy me refiero al de dos mujeres- para percibir lo que demanda el mercado, dos de los más grandes grupos españoles no habrían publicado los títulos que más se leen en estos deprimidos meses: las sagas respectivas de Stephenie Meyer y Stieg Larsson, de cuyos volúmenes ya se han vendido en conjunto y en todo el mercado hispánico más de tres millones de ejemplares. Responsable de la contratación de la primera fue María Jesús Gil, antigua editora de Alfaguara infantil y juvenil (Grupo Santillana) y una de las más prestigiosas editoras en ese segmento del lectorado. Las novelas de Larsson fueron publicadas por Destino (Planeta) gracias a la recomendación de Silvia Sesé, editora de ficción en la editorial catalana. Conviene recordarlo: detrás de los sellos hay siempre editores (con sus equipos) que tienen nombres y apellidos. Y también nariz.

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