Vídeos
A mí esto del vídeo me apasiona, pero no estoy segura de que después de tantos años seamos capaces de entenderlo hasta las extremas consecuencias. No sé si se han desarrollado las fórmulas perfectas de exposición o los niveles afectivos que toda obra de arte requiere. No sé si el vídeo ha encontrado su territorio específico o si seguimos perdidos igual que frente a las primeras piezas. A lo mejor es cosa mía y soy la única que se hace preguntas. Quizás el resto lo tiene ultraclaro. No sé.
Pero me inquieta y ni siquiera entiendo las razones. Me inquieta cuando voy a las muestras y en las visitas a un amigo que tengo, coleccionista de vídeos. Conserva las piezas en una casa llena a rebosar de obras de arte de muchos tipos, por todos lados, implacables, latiendo, desbordando el espacio inmenso. Me da un poco de agobio, tal vez porque aspiro a vivir despojada, sin apenas nada cerca y menos objetos artísticos. Además, cada vez que voy a esa casa recuerdo lo que decía Warhol sobre la posibilidad de habitar habitaciones vacías, guardados los objetos en armarios fuera de la ciudad. Si pudiera llevaría hasta la ropa a Guadalajara o Torrelodones, porque hay quien nace para rico y quien nace para japonés.
Sin embargo, mi amigo vive feliz entre sus magníficas y numerosas obras a las cuales conoce pieza a pieza y llama por su nombre, por su historia. Le digo que parece Breton, poseedor de una colección asombrosa: a veces vendía un cuadro para sacar a alguien de un apuro y luego, cuando se asomaba al hueco, pensaba que valía la pena el sacrificio. Mi amigo dice que nunca quita de la vista las obras de los artistas más cercanos: tiene más obras que amigos.
Cuando llegamos a los vídeos empieza mi desasosiego. Me los enseña, mudos y ocultos, ordenados en la estantería, en apariencia capaz de establecer con el material invisible a los ojos la misma relación afectiva que con el resto de las obras. Ante la invisibilidad de las piezas se ha hecho un poco coleccionista de historias y entonces le miro con simpatía porque las historias, como son inmateriales, me gustan infinitamente más que las obras de arte. Después se pone melancólico: me confiesa que a veces echa de menos ver los vídeos y se sienta por la noche solo, largas horas, para volver a visionarlos, para intentar aprender de memoria cada tramo, cada detalle, y poderlo rememorar cuando coloque el vídeo en su caja. Ahora que lo archivístico se muestra estético y enmarcado, como si de antiguas obras de arte se tratara, el vídeo se configura como parte de un archivo aparente.
¿Sabemos de verdad ver vídeo? ¿Conocemos su idiosincrasia? ¿Entendemos cómo amarlo? El vídeo impone su tempo frente a la pintura, la escultura o las instalaciones que crean la ilusión de poseerlas con un golpe de vista: ya está. Es mentira: todo arte exige tiempo, pues hay que notarlo, sentir que entra por la inteligencia o por los sentidos, o por las dos cosas.
Lo pensaba visitando la fabulosa exposición de Stephen Prina, performer, cineasta, músico y artista, en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo en Sevilla. No vayan con prisas, vayan con tiempo por delante: disfruten de cada propuesta visual, sonora; a veces irónica, sobre el Minimalismo o el Conceptual. El tiempo es relativo y consensuado, una entente, esa nada que ocurre entre un rollo y otro del Empire de Warhol —ocho horas de plano fijo en las que sólo se hace de noche— que Prina toma como lugar para la reflexión. Déjense, pues, emocionar de esa manera moderna en la cual emocionan los vídeos también.
Stephen Prina. La segunda frase de todo lo que leo eres tú. Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Monasterio de la Cartuja de Santa María de Las Cuevas. Sevilla. Hasta el 12 de abril.
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