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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Madrid, emblema de España

Lo tenían todo para haber convertido Madrid en "el emblema de la España que quiere el PP", como les dijo el presidente de su partido en vísperas electorales. Sin verdaderos adversarios enfrente, el candidato a la alcaldía de la capital y la candidata a la presidencia de la Comunidad arrasaron en las elecciones de mayo de 2007, infligiendo a los socialistas, y en general, a la izquierda, una de las peores derrotas registradas desde 1979. Con mayorías absolutas en ambos casos, podían gobernar a sus anchas, sin ningún apuro, seguros de contar con dóciles consistorios.

Pero las cosas comenzaron a torcerse cuando el alcalde -con el Ayuntamiento endeudado hasta las cejas- manifestó su ambición de saltar a la política nacional aspirando a un puesto de honor en las listas para el Congreso de los Diputados. La presidenta cortó en seco tal eventualidad y dicen que, tras una reunión tormentosa, dijo al alcalde: si Rajoy pierde, tú y yo estaremos en la misma situación, o sea, los dos fuera del Parlamento. Rajoy perdió y fue entonces la presidenta la que quiso dar el salto a la política nacional: ella había ganado poco antes en la Comunidad de Madrid por mayoría absoluta y, azuzada por la radio episcopal y por la prensa amiga, se sentía llamada por el destino a ocupar el puesto que con toda seguridad el presidente de su partido se vería obligado a desertar.

Rajoy se quedó y la presidenta sufrió el amargo trance de replegar velas. En el sistema español de partidos no se conoce hasta el momento ningún caso en el que un aspirante al cargo máximo -secretaría general o presidencia- lo haya conquistado si previamente su titular no lo ha desalojado. Hasta ahora, y como los partidos son organizaciones clientelares y jerarquizadas, antes de desalojar, el líder designa, entre varios posibles, a un sucesor, que es confirmado por un congreso, lo cual da libre curso a toda suerte de agravios, rencillas y tensiones, producto de la frustrada ambición de los aspirantes que han quedado relegados. Es el líder políticamente difunto el que entrega el mando a su preferido, un detalle al que la presidenta Aguirre no parece haber concedido la atención que merece.

El resultado de semejante práctica ha sido, siempre, desastroso. Lo fue con UCD, lo volvió a ser con el PSOE y lo está siendo con el PP. Por una razón: el sucesor designado no ha sido capaz -excepto Aznar a la tercera- de ganar ninguna elección. No lo fue en UCD, tampoco lo fue en el PSOE, no lo es ahora en el PP. Con lo que la precariedad de su legitimación de origen se multiplica por no haber sabido conquistar legitimidad de ejercicio: los sucesores designados han sido siempre perdedores. Si, tras la derrota, el sucesor se queda, las pasiones se desatan y los más ambiciosos, obligados a sostener una pugna soterrada, que no se sustancia en un debate abierto ante un cuerpo electoral, sienten que todo vale con tal de ir segando la hierba bajo los pies de sus más cercanos rivales dentro del partido. En ese todo vale, objetivo principal es acertar con el tendón de Aquiles de su adversario, saber y documentar de qué pie cojea el rival. Sin que nadie pueda probar nada nunca, secuaces de uno u otro aspirante van anotando encuentros, cenas, conversaciones, licencias concedidas, adjudicaciones a familiares y amigos, recalificaciones de terrenos; todo eso, en fin, que constituye la salsa de la política regional/municipal y que, si se airea, acaba con las aspiraciones políticas del así vigilado. Prueba de realismo político, la presidenta de la Comunidad de Madrid, que no se contenta con disparar sus envenenadas flechas al tendón -o a los variados tendones- de Aquiles del alcalde ni descansará hasta romperle los tobillos, debe de saber mucho de dossiers cruzados: es una técnica de gobierno tan vieja como la vida misma, muy del gusto del populismo autoritario al modo en que la Comunidad de Madrid es gobernada.

El problema de esta técnica es que todo su potencial chantajista se desploma cuando sale a la luz el contenido de los dossiers. Y en ese punto estamos: espiados por doquier. Lo llaman batalla fratricida; en realidad: lucha descarnada por el poder. Es lo que pasa cuando la política se reduce a un forcejeo en pasillos por donde no corre el aire. Y de eso es de lo que vamos estando hartos en Madrid desde aquel día en que unos tránsfugas del PSOE pusieron en bandeja a Esperanza Aguirre la presidencia de la Comunidad: el aire sigue sin correr, pero los pasillos se han inundado de tinta de calamar. Madrid es por fin, como quería Rajoy, emblema de la España del Partido Popular. Y así nos luce el pelo, en Madrid y en España. -

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