La maté porque era mía
Invierto un par de provechosas horas en Los santos en la Historia. Tradición, leyenda y devoción (Alianza), de José María Montes, un estupendo diccionario de los personajes mitológicos del cristianismo repleto de historias edificantes o terribles o literariamente estimulantes, y que desde este Sillón recomiendo a todos los interesados en ese inagotable venero de la cultura popular, del folclore y de la literatura fantástica (además de sus otras cualidades soteriológicas) que son las vidas de los santos. Compruebo, aliviado, que en la nómina no figura don José Manuel Gómez, presidente de Anaya, el grupo propietario de Alianza: se trata de un libro riguroso, por lo que su autor no ha caído en la tentación de incluir al patrón de la editorial (ignoro lo que yo, más débil, habría hecho en su caso). Me entero, entre otras cosas, del significado de la palabra hegúmeno, que utilizaré algún día para denominar al presidente de una refundada (por consenso) Federación de Editores (tranquilos: hegúmeno es el abad elegido por los miembros de un cenobio). Estudio las distintas denominaciones, fases y procedimientos por los que tendría que pasar yo mismo si algún día fuera elevado a los altares en razón de a) mi bondad y b) mi don para el milagro: Siervo de Dios, Venerable, Beato y Santo. Compruebo, además, por la iconografía, que hay un buen porcentaje de santos corpulentos (disculpen el eufemismo), a quienes es posible que, como a Pilón -el amigo de Popeye- o a mí, también les gustaran las hamburguesas (o sus precedentes históricos). Claro que he dejado pasar el momento más propicio: durante el papado de Juan Pablo II se promovieron más santos y beatos que en toda la Historia de la Iglesia. Me enfrasco en la lectura de diversas vidas de santas para comprobar, con horror y erizamiento capilar, que el acoso, tortura y asesinato de mujeres -hoy camino de convertirse en epidemia nacional- tiene conspicuos precedentes en las páginas del martirologio cristiano, como demuestra, entre otras, la terrible vida de Santa Juliana de Nicomedia, patrona de Santillana (no se confundan: me refiero a la villa montañesa, no a la empresa del Grupo PRISA), a quien padre y novio martirizaron con estaño derretido y fuego y le cortaron la cabeza cuando sólo contaba 18 años. O la de la desdichada Santa Águeda, a quien "al persistir en no ser ultrajada por moros (sic) y pajes, le fueron cortados los dos pechos con un pérfido (sic) aparato". Y no sigo por este camino porque no quiero proporcionar ideas a los machitos de ahora. Por cierto, si están interesados en estos temas desde el punto de vista histórico no se pierdan la Historia de la violencia contra las mujeres (Cátedra, también de Anaya), de Antonio Gil Ambrona, repleta de ejemplos y testimonios (jurídicos, biográficos y, sobre todo, literarios) acerca de esta feroz misoginia hispana rastreable desde tiempos remotísimos.
Detesto las (innumerables) novelas que tratan de libros, libreros, escritores, bibliotecarios, censores, ratones de biblioteca bostonianos, etcétera
Metalibresca
"Dos cosas detesto en esta vida", piensa el poco políticamente correcto comisario Kostas Jaritos en Defensa cerrada (Tusquets), de Petros Márkaris: "El racismo y los negros". A mí me sucede algo semejante, aunque de otra índole: detesto la idea de que un día se acaben los libros -al menos tal como hoy los entendemos: con papel y todo eso-, pero detesto también las (innumerables) novelas que tratan de libros, libreros, escritores, bibliotecarios, censores, ratones de biblioteca bostonianos, etcétera, que han proliferado en los últimos años como signo inequívoco de que en el inconsciente editorial ya se ha asentado la idea de que, como van a desaparecer pronto, se abre la veda para la nostalgia. Recuerden la enorme cantidad de narraciones más o menos metalibrescas que se han publicado en los últimos años, con algunas (Firmin, por ejemplo, de Sam Savage, Seix Barral) escalando los primeros puestos de las siempre problemáticas listas españolas de superventas. Aunque la moda venía de lejos, el disparo de salida lo dieron (1970) las "deliciosas" memorias epistolares 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, que aquí publicó Anagrama. Después llegó la avalancha. Recuerdo, a bote pronto, algunos de esos metalibrescos volúmenes del pasado reciente: La sombra del viento, El comerciante de libros, El cuento nº 13, El librero de Kabul, La ladrona de libros, Los guardianes del libro. No ignoro que esos títulos son muy distintos, pero todos coinciden en esa nostalgia más o menos explícita, ya presente en la obra maestra de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (1953). Entre los últimos que me han llegado con ese aire destaco La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey (RBA), de Mary Ann Shaffer y Annie Barrows ("una pequeña joya que habla del placer de la lectura"), y el estupendo relato (que les recomiendo vivamente) Mandel el de los libros (El Acantilado), de Stephan Zweig. Temas de Hoy anuncia para marzo Imprenta Babel, de Andreu Carranza, "una intensa novela que narra la fuerza con la que los libros sobreviven en tiempos de censura" y cuyas pruebas sin corregir me han llegado en estuche de cartulina que pretende imitar las cajas de las viejas tipografías. En fin, lo dicho.
Barraliana
Enlazando con la historia del martirio de Santa Águeda (véase más arriba), la leyenda sigue relatando que, a pesar del desaguisado, y "por intercesión del apóstol Pedro", los pechos de la santa "regeneraron prontamente y más bellos aún que antes", lo que podría ser considerado un antecedente de las modernas mamoplastias. Quiero constatar el prodigio no como final feliz (a pesar de su milagrosa regeneración pectoral, Águeda fue posteriormente revolcada desnuda sobre trozos de vidrio y metida en una urna repleta de púas candentes), sino en su calidad de dato escatológico que seguramente interesaría a un republicano agnóstico como Pepe Esteban, cuyas anunciadas memorias sigo esperando con auténtica ansiedad y no poca taquicardia. Por cierto que me entero de que él y J. J. Armas Marcelo (de quien Plaza & Janés ha publicado las crónicas periodísticas que componen Celebración de la intemperie) están componiendo una especie de memorias generacionales más o menos etílicas para la que ya tienen título (Los santos bebedores) y subtítulo (Carlos Barral y la generación del cincuenta). El libro es la transcripción de sus conversaciones -en escenarios nacionales e internacionales de la geografía barraliana (aprovechan para viajar)- en las que se tocan, a veces con desenfado y otras con gravedad, asuntos literarios y civiles que conciernen a una generación notablemente autodestructiva a la que la muerte diezmó tempranamente, y que en gran parte se construyó no sólo Palabra sobre palabra, sino también -y como bromeaban algunos con el título del maestro Ángel González- "ginebra sobre ginebra". Un libro, parece, repleto de secretos y alcoholes, de amistades y traiciones, de vivos y de muertos, de literatura y pasiones. Y todavía no tiene editor. No sé en qué están pensando. -
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