¿Uno de los nuestros?
Hay días, como hoy, en que la responsabilidad del articulista es particularmente ardua e ingrata. Son ocasiones en las cuales el modesto opinador siente que debe rasgar el velo del templo, desvelar el secreto que muchos han guardado celosamente durante largo tiempo, y hacerlo a sabiendas de que nadie se lo agradecerá. Al contrario: unos lo tacharán de bocazas y otros de cínico, éstos dirán que está vendido al enemigo, y aquéllos que corroe la moral colectiva en unos tiempos tan críticos. Sin embargo, ahí va: estoy en condiciones de asegurar, sin sombra de duda, que Barack Hussein Obama no es del PSOE.
Comprendo que una revelación tan sensacional suscite la incredulidad de muchos ciudadanos de buena fe. ¿Acaso, la misma madrugada del 4 al 5 de noviembre pasado, no pudimos escuchar a José Blanco glosar desde Washington la victoria de Obama como si se tratase de la de un correligionario? ¿Acaso, en los tres meses transcurridos desde entonces, toda suerte de portavoces del partido socialista y del Gobierno español -y, en primer lugar, el presidente Rodríguez Zapatero- no han alimentado la idea de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca era uno de los nuestros? Bien, pues a pesar de todo, permítanme que insista: Barack H. Obama no militó jamás en las Juventudes Socialistas, ni pertenece a una agrupación del PSOE infiltrada dentro del Partido Demócrata norteamericano, no escuchó nunca las arengas de Alfonso Guerra en la fiesta minera de Rodiezmo ni ha cantado en su vida La Internacional. Peor aún: ni siquiera sabe quiénes son Juan Carlos Rodríguez Ibarra y Leire Pajín.
Estoy en condiciones de asegurar, sin sombra de duda, que Barack Hussein Obama no es del PSOE
¿Que cómo se ha alimentado, pues, tal equívoco, se preguntan ustedes? Sin duda, su primer inductor -involuntario, pero crucial- fue José María Aznar. Frente al entusiasmo con que éste hizo suyas, desde 2001, las tesis de la Administración republicana de George W. Bush en todos los terrenos (desde el discurso neocon de la FAES hasta la foto de las Azores y el envío de tropas a Irak), el PSOE entonces en la oposición agudizó su gestualidad antinorteamericana. Luego, de regreso al poder en 2004, purgó por ello mientras anhelaba que ocurriese en Washington un cambio político como el que acaba de producirse: si el nefasto Bush era casi del PP, el mirífico Obama será casi del PSOE, han razonado en Ferraz y en La Moncloa.
Es decir, que Rodríguez Zapatero sigue con su buena estrella, y tampoco es el primer político que trata de capitalizar pro domo sua un resultado electoral extranjero en el que no ha tenido arte ni parte. Ahora bien, una cosa es brindar innecesario respaldo a la victoria de Obama, o precipitarse a "garantizar" que las relaciones con su Administración serán "muy buenas", o sugerir que Zapatero puede ser al nuevo líder norteamericano lo que Tony Blair fue a Bush -esto es, el interlocutor europeo preferencial-. Y otra cosa muy distinta es creer o hacer creer que el 44º presidente de Estados Unidos va a gobernar su país y el mundo como un mandatario socialista europeo y, más específicamente, español.
Por lo que se refiere a la política interior, ver en las ideas inaugurales de Obama -como ha hecho el presidente Zapatero- "una seña de identidad socialdemócrata muy pura" ya resulta atrevido, y tal vez confunde la socialdemocracia con algunas de las recetas que Franklin D. Roosevelt ya aplicó a partir de 1933. Sin embargo, es en materia de política exterior y defensa donde quienes conciban al nuevo usuario del Despacho Oval como un discípulo aventajado del zapaterismo hispano van a sufrir las más crueles decepciones.
Sí, porque nada augura, en el nuevo Washington de Obama, la adopción del beatífico pacifismo que el PSOE abandera entre nosotros. No lo hace, desde luego, la personalidad del secretario de Defensa, el mismo Robert Gates, que ha dirigido el Pentágono con Bush desde 2006. Tampoco apuntan en esa dirección los planes de redespliegue militar en el Oriente Medio, donde las tropas se irán marchando de Irak -quizá en unos plazos algo más cortos que los convenidos por Bush- pero, en buena parte, para trasladarse a Afganistán y reforzar allí la lucha contra los talibanes. Una lucha eminentemente militar, según subrayaba Gates esta misma semana ante el Senado, y como lo prueban los 18 muertos causados por misiles made in USA en la frontera afgano-paquistaní apenas 72 horas después de que Obama jurase el cargo.
Luego está el enconado conflicto israelo-palestino, sobre el cual casi todo el mundo confía en que el nuevo líder ejerza un influjo pacificador. Suscribo con entusiasmo esta esperanza, pero, justamente por eso, me creo en el deber de advertir sobre algunas cosas que no ocurrirán. No veremos al presidente Obama comparecer en ningún acto público con una kufia palestina al cuello; y el Partido Demócrata norteamericano no participará en ninguna manifestación en la que se tache a Israel de Estado "genocida"; y ningún miembro de la Administración entrante sugerirá siquiera a Israel que deje sin respuesta las provocaciones de Hamás: todavía este martes, la secretaria de Estado Hillary Clinton reiteraba "el derecho de Israel a la autodefensa". En cuanto al flamante mediador, George Mitchell, es un hombre competente, íntegro e imparcial; basta recordar que su informe de mayo de 2001 sobre los orígenes de la segunda Intifada concluía: "la visita de Sharon (a la Explanada de las Mezquitas) no causó la Intifada de al-Aqsa, aunque se produjo en un mal momento...".
O sea que, más allá del refrescante cambio de estilo y de discurso, la novedad mayor del Gobierno de Obama parece ser la política energética y medioambiental. Y ahí a Zapatero no le valen eslóganes; ahí tiene a Miguel Sebastián...
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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