Resurrección (¿y muerte?) del primer ministro
Dicen los expertos que las crisis están también llenas de oportunidades. Gordon Brown, primer ministro del Reino Unido, no podría estar más de acuerdo: la terrible crisis que azota la economía británica se ha convertido para él en una oportunidad para remontar el vuelo político. Al volver de las vacaciones de verano, los laboristas estaban a 28 puntos de los conservadores; al calor de la crisis, Brown consiguió reducir esa distancia a tan sólo cinco.
No parece muy probable que esa recuperación en los sondeos -que los últimos datos ya ponen en duda- le lleve a ganar las elecciones, pero hace cuatro meses era un cadáver político y ahora es capaz de generar entusiasmo entre los suyos y sacar de quicio a los conservadores de David Cameron.
La resurrección de Brown tiene mucho que ver con su peculiar perfil humano. El primer ministro tiene una doble personalidad que al mismo tiempo le limita como político convencional y le encumbra en momentos clave. Por un lado está el Brown tosco e inseguro, incapaz de seducir al público, antítesis de la telegenia. Ése es el Brown que siempre envidió el éxito populista de Tony Blair, el que hizo todo lo posible para desbancar a su rival de Downing Street, pero jamás tuvo el coraje de retarle en campo abierto.
Frente a ese Brown introvertido y cobarde está el hombre tenaz y trabajador, el político excéntrico y arrollador que hipnotiza a sus colaboradores más próximos, que acaba sabiéndose mejor que ellos los papeles que le preparan y que es capaz de capear la peor tormenta.
El primer Brown, hosco y taciturno, es el hombre dubitativo y sin carisma que se ha visto durante la mayor parte del tiempo que ha pasado en el 10 de Downing Street. El segundo Brown es el hombre que afrontó sin temblar una amenaza terrorista, las peores inundaciones en decenios y una peligrosa epidemia fitosanitaria a los pocos días de ser nombrado primer ministro. Es el político que ha renacido de sus cenizas cuando el sistema financiero mundial se resquebrajaba, exportando al mundo sus fórmulas para estabilizar la banca. Es como si Brown necesitara estar al borde del precipicio para convertirse en un político decisivo, pero fuera incapaz de gestionar la rutina.
Pero esta crisis es más terca de lo que él mismo pensaba y las milagrosas recetas de octubre no han evitado una recaída del paciente y, en particular, de los bancos, que han vivido una semana trágica. E incluso si no llegan nuevos sobresaltos, el peligro para Brown es que las luces de la crisis de hoy traerán las sombras de la rutina de mañana: a medida que amaine el temporal financiero y la crisis se convierta en pura estadística negativa, amenaza con reaparecer la peor cara de Brown. Y el primer ministro que salvó al mundo del colapso quizá quede entonces reducido al político que acabó llevando al Reino Unido a la recesión.
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