El documental como síntoma
Un país sin cine documental es como una familia sin álbum de fotos". La definición, del gran director chileno Patricio Guzmán, resume bien la paradoja con que en España tratamos -y a menudo maltratamos- un género imprescindible en estos tiempos de desmemoria. En España queremos álbum de fotos pero tememos abrirlo, lo dejamos en un rincón a ver si se abre sólo, no vaya a ser que muerda.
La indecisión y el miedo con que nos estamos enfrentando con nuestro pasado reciente ha dejado en manos de víctimas, medios de comunicación e industrias culturales la ingente labor de recuperar la memoria histórica y en este último segmento, los contadores de historias, los documentalistas, tenemos un papel fundamental. En mi caso particular confluyen ambas circunstancias: víctima y narrador, un binomio que suele darse en muchos de los que hemos sentido la necesidad de recuperar y dignificar la memoria.
Este género de cine es imprescindible en tiempos de desmemoria porque trata de la identidad
Como en el caso de las dictaduras chilenas y argentina, hemos sido los hijos y nietos de los represaliados quienes, a menudo, hemos emprendido la tarea de reabrir las fosas de la memoria. El cine documental se ha revelado como una herramienta formidable: nada es comparable con la fuerza de la realidad. No hay que ser ingenuos, también el documental es selección aleatoria y representación subjetiva de la realidad, pero el material con que se trabaja tiene la potencia indestructible de lo vivido.
Una magnífica exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona muestra cómo cada momento de la historia moderna y cada vanguardia artística ha sabido dotarse de sus respectivos registros documentales. Sin imágenes no hay recuerdo, sin recuerdo no se es.
¿Quién no tiene algún documental de referencia en mente, desde Erice a Michael Moore, desde Chávarri a Guerín? Si nos ponemos a recordar, la lista es interminable y quien más quien menos ha descubierto alguna faceta oculta de su propio mundo a través del documental.
Desgraciadamente, en España, si el cine es magia, lo del documental es directamente un misterio esotérico: todos afirman verlo y amarlo pero los cines y televisiones que se atreven con él se quedan vacíos. O mienten los audímetros o miente el público, pero el caso es que ni industria ni público ni exhibidores ni poderes públicos saben demasiado bien qué hacer con un género por el que, cabe no olvidarlo, han transitado casi todos los grandes cineastas y en el que otros, como Saura o Herzog han sabido unir como pocos toda la capacidad onírica del mejor cine.
El documental sigue siendo el patito feo del cine. El documentalista español ha hecho de la necesidad virtud, y suple la escasez crónica de recursos con mucha imaginación y pasión, lo cual ha propiciado una excelente escuela de documental creativo o de autor.
Pero hasta aquí. Ni la prensa generalista ni la especializada parecen haberse enterado de la vitalidad del género. Las televisiones públicas, con escasas y honrosísimas excepciones, emiten sus documentales fuera de horarios. La audiencia y el dinero mandan, arguyen, con lo que seguimos girando en redondo sin encontrar la salida. En cuanto a las cadenas privadas, salvo destellos puntuales, ignoran olímpicamente o maltratan el género.
En el imperio de la telebasura, claro, el mercado no responde y las ayudas públicas siguen sin encontrarle la medida adecuada. Todo ello nos sitúa a años luz de nuestros vecinos del norte. Ya no es sólo el lujo franco-alemán con su canal Arte, también los nórdicos y británicos han entendido la necesidad imperiosa de cuidar su álbum de fotos familiar.
Puestos a repartir responsabilidades, hay que ser autocríticos. Muchos documentalistas castigan al espectador con auténticos tostones, mientras que las academias de cine a menudo apoyan propuestas excesivamente endogámicas. Hay que respetar y mimar el mercado. El autor no puede ignorar a sus espectadores.
Y sin embargo, el género se mueve... y mucho. Este año, por ejemplo, se han producido más documentales que nunca... y muy buenos. El documental, como el corto, se ha convertido en una magnífica escuela para nuevos valores y en un laboratorio de experimentación de nuevos lenguajes. Talento hay mucho. Hay que ayudarlo a salir a la luz.
La emergencia del documental refleja también nuestras ganas como país de ordenar nuestro álbum de fotos, síntoma de vitalidad social y democrática. Significa que hay muchos kamikazes dispuestos a embarcarse en aventuras tan artesanales e inciertas como fascinantes, a lanzarse en interpretaciones personales y creativas de esa cosa tan difusa que llamamos realidad.
Industria e instituciones deberían entender que si nuestro cine es una excepción cultural a proteger, el documental es una terminal nerviosa hecha de un tejido aún más delicado. Lo que se juega en él es ya no tanto nuestra capacidad de imaginar, sino la de explicarnos qué y cómo somos. No se trata de negocio, se trata de identidad.
Albert Solé, cineasta, está nominado a los premios Goya por Bucarest la memoria perdida.
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