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Columna
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'Second life'

Los modernos te calientan la cabeza cantando las excelencias de second life. Resulta -dicen- que te inventas una personalidad imaginaria, te buscas un nickname y te dedicas a ser la persona que en realidad quieres ser, sin presiones ambientales y sin cortapisas de ninguna especie, gozando de una segunda vida esplendorosa en Internet. Hombre, se te ocurre, eso es lo que hemos hecho siempre cada vez que, frustrados por algo, echábamos a volar la imaginación: la niña, amargada con su maestro por unas notas humillantes, se dormía con un rictus de satisfacción pensando en los severos castigos que le iba a imponer cuando su padre comprase el colegio y la nombrase a ella directora; o el modesto oficinista, harto de las vejaciones de su superior, que iba a ver una y otra vez aquella película en la que por fin se hacía justicia y los jefes eran despedidos sin contemplaciones. Tonterías, te contestan los entusiastas de second life, el mundo virtual es otra cosa, alcanza todos los ámbitos de la realidad y empieza a ser la verdadera realidad. Tal vez por ello, proliferan los videojuegos, esos entretenimientos que siempre te habían parecido una manera de pasar el rato, como el dominó poco más o menos, pero que, ahora te enteras, llevan consigo toda una filosofía de la vida (la de "más Platón y menos Prozac", supongo).

No te acostarás sin saber una cosa más. En efecto, second life es un gran invento. Por ejemplo, supongamos que eres un currante que tiene problemas para llegar a fin de mes, que sólo veranea una semana en la casa del pueblo y que vive de alquiler en un piso de barrio donde huele a fritanga en la escalera. Ningún problema: te construyes una nueva identidad en second life, pides un crédito, te metes en un adosado con piscina y campo de golf, contratas un crucero estival para la familia y te compras un 4X4 para mirar a los peatones por encima del hombro cada vez que cruzas tu ciudad con el aire acondicionado alzando estalagmitas sobre la moqueta. Lo malo de esta identidad es que a la postre ha resultado poco original. Hablando con unos y con otros, te enteras de que a casi todos se les ocurrió lo mismo, con lo que te ves como un tonto en la campus party, abismado en una imagen exclusiva que se repite poco más o menos en todos los monitores.

No siempre, es verdad, hay gente más espabilada que otra. Una de las grandes ventajas de second life es que uno no necesita reparar en gastos. Si en vez de hipotecar el adosado con la garantía de tu sueldo mileurista, hipotecas una comunidad autónoma entera a cuenta de los impuestos que cargarás sobre las generaciones siguientes, te puedes montar lo que por estas tierras llaman una second life de categoría. Así no hay capricho que se te resista: que si un parque temático mejor que el de Orlando, que si una ópera que deja chiquita a la de Sydney, que si una marina áurea al lado de la cual Miami es una cosa de pueblo. No sólo eso: si te dejas de escrúpulos, puedes cambiar hasta la memoria de lo que fue y convencer a todos los que te rodean de que nunca vieron los paisajes ni amaron las costumbres que dicen haber visto y amado.

Pensándolo bien, en lo individual y en lo colectivo todo eso de second life es una maravilla. Sólo hay una pega: ¿qué pasa si el internauta, que está gozando de su segunda vida, de repente se queda mirando bobamente ante una pantalla inerte porque le han cortado la luz o, peor aún, la conexión a Internet por falta de pago? Sólo se me ocurre una salida: el suicidio en second life y la vuelta a la primera vida, la única verdadera, la que nunca debimos abandonar.

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