La joven discordante
1 - Ocurrió el famoso día en que nevó en Madrid y la ciudad quedó incomunicada del resto del país. La catástrofe se presentó de forma imprevista, a las siete y media de la mañana, sin que nadie hubiera sabido verla y anunciarla. Fue, por lo visto, inoportuna la hora elegida por la nieve: las siete y media. Los responsables de prevenir dormían a pierna suelta, prolongando así las largas vacaciones españolas de todos los diciembres; vacaciones para los inútiles, vacaciones completas todo el mes y parte de enero, y suma y sigue, con rebajas incluidas. A medida que avanzaba la mañana y se incorporaban a los despachos nuestras también inútiles y navideñas señorías, se inició un cruce de acusaciones entre Fomento y la Comunidad de Madrid por el caos brutal en la ciudad y alrededores.
A la hora de los informativos de las dos y media, la tragedia había alcanzado su punto más dramático y los diversos canales de televisión echaban humo con el escándalo del caos madrileño, que decían que alcanzaba -como si eso representara una novedad- al país entero. Titulares preocupantes abrían espectacularmente los informativos. Ya se sabe, en los últimos tiempos no hay un solo noticiario que no abra dejando a los ciudadanos sistemáticamente acojonados, sea con la crisis y el derrumbe de la Bolsa, sea con la guerra, sea con un vulgar atraco callejero -todo sirve-, sea con un aeropuerto monstruosamente varado, sea con la nieve y el caos de un país entero.
Se diría que tiene que llegar cada día el fin del mundo para que puedan abrir con normalidad esos noticiarios que se parecen tanto unos a otros, porque, en su afán de manipular de modo idéntico, nadie inventa nada, nadie escapa del nivel medio de mediocridad.
2 - Aquel día, el presentador de mi informativo ofrecía a sus espectadores y víctimas, con particular énfasis y empeño, el panorama más aterrador y nevado de los últimos tiempos. Pensé que, si bien la consigna general viene siendo la de acojonar sistemáticamente, no todo el mundo acepta el discurso oficial. Crecen los movimientos de resistencia dentro de la sociedad de la sobreinformación, porque una multitud de anónimos, una multitud de nosotros clandestinos, empieza a moverse contra esa atmósfera deliberadamente depresiva y contra esa monotonía de la información manipulada; una discreta multitud empieza a organizarse tratando de cambiar el horizonte y las normas del juego. Estaba pensando en toda esa realidad medio clandestina cuando el presentador del informativo conectó con el parque del Retiro, donde tenían a una joven corresponsal que nos iba a confirmar la magnitud de la tragedia.
Apareció entonces una muchacha sorprendentemente radiante y rubicunda. Aspecto rural, alegre, poco abrigada. De marcado aire naif. Ojos color turquesa, una trenza rubia, brazos macizos y saludables. Espléndida. Sonreía, y contagiaba una alegría infinita su sonrisa. No parecía haberse dado por enterada del fin del mundo que había anunciado desde el estudio el jefe de sus informativos. Y ante el estupor de éste, empezó a contar que hacía mucho tiempo que no se veía a la gente sonreír tan feliz en las calles. Y era genial, porque las imágenes en directo confirmaban que la inocente joven discordante no se equivocaba y decía la verdad, toda la verdad sobre la alegría.
Recordaré durante mucho tiempo lo que vino después. La muchacha inició un espontáneo discurso acerca de la belleza extrema de la nieve y la presencia de la poesía en la intensa luz de aquel día tan extraordinario. Fueron momentos formidables. Hasta que el presentador tomó la palabra para refutar el discurso de su locutora y de algún modo maldijo la belleza, y entonces creí comprenderlo todo, comprender dónde están unos y dónde otros, y también dónde están los poetas.
3 . Pensé en Flaubert cuando dice que los lectores no son tan idiotas como parece y que sólo son idiotas en materia de arte todos los que poseen alguna forma de Poder, "porque el Poder es esencialmente estúpido. Desde que el mundo es mundo, el Bien y la Belleza han vivido en su exterior". Y pensé también en la conciencia, por parte de ciertos poetas actuales, del no lugar de la poesía en el mundo, un no lugar que, como dijera Eduardo Milán, plantea un problema de orden físico: el reconocimiento de una no territorialidad para el poema, lo que convierte todo gesto poético en un acto de nomadismo. Es algo no desligado de la nueva consideración del poeta, de su posición actual: el poeta como errante. Los poemas han dejado de ser un objeto y han perdido a sus autores. No hay identidad, sino identidades. Todos esos grupos de nosotros clandestinos, que no se dejan embaucar por la atmósfera depresiva, también pertenecen al espacio nómada de la poesía. Aparecen y se van, como los situacionistas. Cuando el presentador del noticiario quiere reprenderles ya están en otro lugar y son otros y están en otros senderos de errancia, de poesía. Dejan sólo la huella del momento fulgurante en el que la belleza asomó a nuestras vidas y, colapsando el discurso catastrófico, nos recordó que hay otros mundos y otras vidas.
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