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Columna
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La lección de Barenboim

Ni media palabra. Silencio de piedra. Ninguno de los grandes intelectuales judíos que admiramos ha condenado la masacre de Gaza. Todos han contemplado los bombardeos, sin decir esta boca es mía. Callados como efigies. Ni Steven Spielberg que estará todavía evaluando sus pérdidas por la estafa de Madoff, ni el gran Philip Roth con su sensibilidad exquisita, ni Bob Dylan que quizá esté buscando respuestas en el viento, ni Woody Allen que anda estos días tocando el clarinete por Murcia, ni Dios. Ninguno se ha dignado siquiera a pedir una mediación internacional en el conflicto. Sólo el músico Daniel Barenboim ha dejado oír su voz. Fue durante el concierto de Año Nuevo en el Musikverein de Viena. Antes de iniciar el último vals, paró la orquesta en seco y pidió justicia para el Próximo Oriente. No fue mucho. Pero fue algo. Después sus músicos interpretaron como nunca El Danubio Azul.

Barenboim fundó con el filósofo palestino Edward Said la Orquesta West-Eastern Divan, destinada a descubrir jóvenes talentos musicales árabes e israelíes con el objetivo de hacerlos tocar juntos. Un sueño. Hace tres años dieron su primer concierto en Ramala. Fue la hostia. Los palestinos adoran a este director argentino con esa lealtad inconmovible que tienen los pueblos pobres hacia quienes les comprenden, por eso le han concedido un pasaporte honorífico palestino. Lo merece sin duda. Por plantar cara a los halcones y por decir que palestinos e israelíes tienen los mismos derechos, algo obvio desde un punto de vista humano, pero imposible en una franja de miseria donde se hacinan millón y medio de palestinos, machacados por los tanques, cercados por alambradas, sin apenas agua corriente, ni luz, ni hospitales. Y por si eso no fuera bastante, encima les llueve hierro con la complicidad internacional, incapaz e hacer cumplir las resoluciones de Naciones Unidas. Así se explica que un niño palestino de ocho años descalzo la emprenda a pedradas contra soldados armados con fusiles de asalto y balas de verdad. ¿Qué esperaban? Y en efecto hay hijos de puta fanáticos de Hamás que se vuelan a sí mismos con un chaleco de cloratita dentro de un autobús con pasajeros y hay otros hijos de puta que le encargan a la aviación y a la artillería que le pegue un zambombazo a una escuela con niños dentro. Así que no me vengan con que todos los hijos de puta son iguales, que eso ya lo sabemos todos. Lo que demuestran las estadísticas es que unos son más iguales que otros.

Llegados a este punto, sólo acepto la dignidad de Barenboim. Porque efectivamente este conflicto es complejo y delicado. Se trata de un litigio entre dos pueblos profundamente convencidos de su derecho a vivir en el mismo, minúsculo, fatal y encarnizado pedazo de tierra santa. Ninguna de las partes conseguirá alcanzar más bazas políticas de las que ya tiene y lo único que pueden variar los combates es el balance del horror. Seis soldados muertos de un lado, más de setecientos del otro, casi la mitad niños. La Historia ha probado que toda victoria militar ha debilitado políticamente a Israel. En cuanto a los palestinos, la inmensa mayoría no anhela morir en nombre de Dios ni de nada, sino que los dejen vivir en paz. Es por eso que alguien debe poner las agallas de Europa encima de la mesa y parar la orquesta de una maldita vez. Como Barenboim. Ya.

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