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El templo en el que mora el amor, la tragedia y la locura

Julio González es un escultor especial, y por muchas razones. Un artista que, desde una tradición de orfebre en sus inicios, llegó hasta la expresividad más extraordinaria de la escultura con una obra manifestada también mediante el dibujo y la pintura. La suya fue una labor en la que se reflejó con exactitud psicológica el estremecimiento ante el arraigo de su deseo por lo femenino, desde una mirada viril y elegante, y una percepción del yo profunda, compleja y serena. Los trabajos artesanales que realizó al principio de su trayectoria, como los que desarrolló con el tema de las flores (años 1892-1899) son auténticos embriones de lo que será su obra posterior, de gran delicadeza. Abarcó numerosas tareas. Fue tallador, ensamblador, cincelador, modelador y, ya en el plano de la creación pura, descubridor del espacio interno y externo y, con altísimos niveles de creatividad, un investigador de la mente humana, vivida y sentida por él como un templo en el que mora el amor, la tragedia y la locura. De esa indagación formal y psíquica, de enorme influencia en artistas de posteriores generaciones, nacen Cabeza El Túnel (1932-1933) y Los enamorados (1932-1933). En la misma década de los años treinta nos ofrece varias cabezas esculpidas, como Muchacha melancólica (1934-1936), en mi opinión, piezas que nos unen a lo más grande de la historia del arte. Plasma lo femenino como lo íntimo de la cueva y a través de formas que semejan bulbos estilizados. Las obras de madurez de Julio González emanan y se perciben como antenas modernas que se comunican con el universo infinito y nos llevan a un mundo de compromiso social y maternal. La plenitud y gran belleza que alcanzan sus mejores esculturas son el logro final de un admirable proceso de austeridad, una depuración compatible al mismo tiempo con un enriquecimiento de ismos y temas de resonancias muy diversas: la metamorfosis, el surrealismo, la industrialización, la guerra y el dolor o, mejor dicho, la transmutación dolorosa, como Hombre cactus (1939), una magnífica pieza extraplanetaria, todo ello sin abandonar el campo de la indagación, de la que son ejemplos sus dibujos de figuras, trabajos de fecunda reflexión y análisis de la propia escultura (Personaje implorando, 1937; Personaje con libro, 1941). Asume con gravedad cuestiones humanas en un momento histórico en el que la máquina hace su aparición (en realidad acentúa su protagonismo, en ocasiones con efectos devastadores), lo que lleva al hombre a hacerse preguntas, cada vez más exigentes, sobre su existencia y condición, al verse implicado en la evolución y resultados de las nuevas tecnologías. Sus rostros, que marcan la lucha por la supervivencia, son dibujos incisivos, en los que se conjugan la pintura y la escultura en una síntesis de sentimiento y pensamiento. De sus preocupaciones surge una obra ética, equilibrada y actual (Campesina con pañuelo, 1941; Cabeza de perfil serio, 1942). Todos sus trabajos poseen una gran fuerza interna, no solamente por su concepto estético y moral, sino también por su admirable oficio. Para mí, sus cabezas realizadas con planchas de hierro son profundas cavidades que albergan ese cerebro etéreo que contiene el drama de la vida, donde resuenan y reverberan las miradas que entran y salen de ellas, y donde también reposa el ser y permanece el silencio. -

Miquel Navarro (Mislata, Valencia, 1946) es escultor. Julio González. Retrospectiva. Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC). Hasta el 25 de enero. www.mnac.es/

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