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Columna
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El voto exterior

Como ocurre en todas las consultas electorales que se celebran en Galicia, la controversia sobre el voto exterior ocupa siempre un lugar destacado en la confrontación política y electoral. Nada extraño si se considera que los residentes ausentes con derecho a voto (casi el 15% del electorado) pueden decidir el resultado final de las elecciones.

Si a ello añadimos que el voto de la diáspora no tiene las mismas garantías democráticas que el que se emite en el interior, algo que yo mismo he podido comprobar en reuniones con los cónsules de España en Buenos Aires, Salvador de Bahía o Zürich, se comprenderá fácilmente que este delicado asunto se haya convertido en tema recurrente en el debate político.

Si los emigrantes deciden el gobierno contra la voluntad de los gallegos de aquí habrá una grave crisis Hágase, pues, la reforma para que sea la última vez que vamos a las urnas con el alma en vilo

Hace cuatro años tuvimos ya un serio aviso cuando fue necesario esperar ocho largos y tensos días para conocer el resultado del proceso electoral. Afortunadamente, en aquella ocasión el voto exterior confirmó el veredicto que habían emitido los gallegos del interior. Pero nada nos garantiza que esto ocurra siempre así. Si en las próximas elecciones de marzo, el voto de los residentes ausentes decide el resultado y, además, lo hace en sentido contrario a la voluntad expresada por los gallegos de interior, nos encontraríamos ante una grave crisis política. Porque, en efecto, el gobierno que se formase a partir de ese resultado sería, sin duda, legal pero tendría poca o nula legitimidad democrática. Estaríamos ante un poder sin autoridad (protestas sine auctoritas). Algo especialmente serio si se tiene en cuenta que la nueva Xunta de Galicia deberá hacer frente a importantes retos (reforma del Estatuto, negociación de la financiación autonómica o medidas contra la crisis económica), que demandan la existencia de un gobierno con autoridad democrática y respaldo popular activo.

Pero las desgracias no terminarían ahí. Todos los tópicos sobre nuestra tierra volverían a dispararse de nuevo, y la imagen de una Galicia moderna, que tanto nos costó construir, saltaría hecho pedazos, haciéndonos retroceder varios decenios en la historia.

Es asombrosa la resistencia que en ocasiones encuentra la realidad para abrirse paso entre una maraña de prejuicios bien asentados socialmente. Muchas veces hemos podido comprobar la precisión con que funciona ese diabólico mecanismo social. En mis relaciones con numerosos dirigentes políticos, analistas o periodistas madrileños, a menudo he tenido que soportar la repetición ad nausean de todos los tópicos que describen a Galicia como una tierra mágica, poblada por gentes extravagantes y melancólicas con una tendencia irrefrenable a la pasividad, sin confianza en sí misma e incapaz de resistir la adversidad.

De nada parece haber servido la heroica lucha de nuestros marineros afrontando en solitario la llegada de la marea negra, ni la impresionante respuesta cívica de la sociedad gallega ante la catástrofe. Tampoco parece relevante que la ciudadanía de nuestra "indolente sociedad" haya otorgado a la izquierda, en las últimas elecciones autonómicas, 120.000 votos más que al PP que, no se olvide, manejaba todos los resortes del poder.

Nada de todo esto parece tener importancia. Para los insignes observadores madrileños de nuestra realidad seguimos siendo la Galicia conservadora y resignada que, en términos lacerantes, habían descrito Unamuno y Ortega hace aproximadamente un siglo. ¿Se imaginan ustedes lo que hubieran dicho de nosotros si en Galicia se hubiese producido la chapuza antidemocrática que tuvo lugar hace cinco años en la Asamblea de la próspera y moderna Comunidad de Madrid? Pues prepárense para escucharlo si tenemos la desgracia de que el voto exterior decida el resultado electoral contradiciendo la voluntad expresada en las urnas por los gallegos del interior.

Ahora bien, conviene recordar que esta anomalía democrática no es una peculiaridad gallega, sino la consecuencia del sistema electoral vigente en España. La diferencia existente entre Galicia y el resto de las comunidades españolas no reside, pues, en la forma en que votan nuestros emigrantes -la misma en todo el territorio del Estado- sino en el drama -éste sí plenamente gallego- que deriva de haber tenido a centenares de miles de nuestros compatriotas esparcidos por el mundo.

Hágase, pues, sin más retrasos injustificados, la reforma que precisa la Ley Electoral, y asegurémonos de que estas son las últimas elecciones en las que concurrimos a las urnas con el alma en vilo.

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