Es un escándalo
Cuando al pulpo del bar Alto Copete le coronan la cabeza con espumillón siento que la Navidad ha llegado. Ese pequeño detalle ilumina la esquina y, al modo de las esquinas que aparecían en las películas de Capra y otros clásicos de lo cursi (que adoro), me siento atraída hasta el punto de entrar para refugiarme del frío y ser una más entre todos esos deshechos de tienta que son sus clientes. ¡Nada mejor que la Navidad en el Alto Copete! En realidad, es un todo sigue igual, el ama de casa ludópata gastándose el pan de sus hijos en la máquina; el taxista, el camionero, el padre de familia, bebiendo sin medida aun a riesgo de poner en peligro la vida de sus clientes o sus hijos; las dos televisiones (¡dos!) encendidas anunciando que Raphael ha cumplido cincuenta años desenroscando bombillas; un individuo con la bandera de España de pulsera quitándose el puro de la boca y cantando con la tele, "¡escándalo, es un escándalo!", y los camareros, fieles a su estilo, con la cabeza alzada mirando la tele, pero (presumo) con un pensamiento que va más allá del show de Raphael. No sé, hay algo muy hondo en sus miradas, tanto que, cuando tras carraspear, me atrevo a pedirle a uno de ellos un café, siento como que les saco de un edén del que no querían volver. No podría decir de qué mundo regresan, aunque mataría por conocerlo, quizá el de las galas navideñas de Televisión Española. No es para menos. Uno de ellos, sin apenas mirarme, me sirve un café y vuelve de nuevo a su pose estática, los brazos cruzados de genio de la limpieza. Ya digo, Frank Capra en estado puro. Y yo, como siempre, en mi actitud de triste outsider: fumadora pasiva, ludópata pasiva, espectadora pasiva del show de Raphael, alcohólica pasiva; pero hay en mí el deseo infantil de dejar de ser una extraña para unirme al abrigo de estas gentes que, a pesar de que no forman un grupo especialmente cohesionado en cuanto a comunicación verbal (no se dirigen la palabra), tienen su aquél, cada uno respondiendo a su personaje. Enternecedor. A punto estoy de pedirme un sol y sombra para tratar de integrarme cuando entra la amiga con la que he planeado ir de tapeo, que es como se llama en España a comerte un cerdo a base de cañas; pero es lo que necesito, de verdad, lo necesito, para rebajarme el nivel de ácido fólico que tengo en la sangre de tanto langostino (que se me están saliendo los ojos de sus órbitas, como a El Cigala), y para desintoxicarme un poco de tanta felicidad familiar. La felicidad también empacha. Además, qué coño, la doctora Garaulet, la autora de esa nueva biblia de la alimentación que es Comer con cabeza, nos insta a las criaturas a no sentirnos culpables por estas fechas, el remordimiento también engorda. Por cierto, de cara a la Nochevieja, no quiero dejar de advertirles a aquellos que no hayan leído el libro de mi diosa, que cuando la doctora Garaulet habla de "comer con cabeza" no se refiere a los langostinos, obviamente, que la gente por adelgazar está dispuesta a cualquier cosa. Punto y aparte. Mi amiga y yo entramos en una tasca. Es una tasca asturiana pero Asturias no tiene la culpa. La tapa gratuita consiste en unos trozos de chistorra. Empezamos bien. Como el remordimiento engorda me los tomo, mojando pan, intentando que se esfume la culpabilidad. Una actitud muy zen. Aquí hay un ambiente más expresivo que en el Alto Copete, aquí las emociones se expulsan fuera. Nos flanquean dos mesas con comidas de trabajo, unas veinte personas en una y unos treinta en la otra. Se cuentan unos chistes que no reproduzco porque yo ya no soy la que era, aquella chiquilla que escribió un artículo llamado El higo (ya he dado una pista). A los postres, en ambas mesas, se entregan los regalos navideños siguiendo esa tradición sonrojante que responde al nombre de "el amigo invisible". Es tal el pollo que montan mientras abren los regalos que mi amiga y yo desistimos de hablar y nos concentramos en las mesas de al lado. Los regalos son bastante guarros, por emplear un término que todos entendamos: condones con sabores, tangas, bolillas chinas, calendarios de tías en bolas. Está claro que estas gentes se pasan la vida pensando en acostarse unos con otros, porque cuando compraron los regalos no estaban borrachos como están ahora; los regalos los compraron en horario comercial, pensando fríamente en lo que hacían, premeditadamente. Las risas se vuelven tan desproporcionadas que, cuando un tío se coloca el tanga en sus partes para que los otros lo vean, te da la impresión de que, si pudieran, se lanzarían unos sobre otros encima de la mesa. Como en El cartero sólo llama dos veces pero a lo bestia. Tal vez es el puro rencor lo que me empuja a llamar al camarero y decirle que ya le vale. Que debiera habernos avisado, antes de sentarnos, del follón al que nos sometía, que también somos clientas y también pagamos. El camarero, con esa tendencia tan española de ponerse más de parte del broncas que del tranquilo, se encoge de hombros y nos dice, "vayan donde vayan en estas fechas la cosa va a ir en este plan". Pienso entonces que entre la sobriedad shakespeariana de Alto Copete y esta desinhibición asturiana, me queda esa sensación tan navideña de estar de sobra en todas partes.
Los regalos eran bastante 'guarros': condones con sabores, tangas, caldendarios de tías en bolas...
El camarero se encoge de hombros y nos dice: "Vayan donde vayan en estas fechas, la cosa va a ir en este plan"
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