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Columna
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La vida en diferido

Es mentira. Ni yo le estoy hablando a usted ahora ni usted está leyendo esta columna en un espacio real. Hoy todo es diferido, la Navidad es un escenario ficticio, un plató como el que supuestamente creó Hollywood para rodar la conquista de la Luna.

Estamos rodeados de artículos, de programas de televisión, de anuncios alejados de la actualidad. Casi todo está producido con antelación: las fiestas de fin de año de la tele, los especiales de las revistas, incluso los blogs de Internet. A partir de hoy y durante los siguientes 10 días viviremos sumidos de un espejismo, en un entorno mediático que nos hará creer que seguimos interaccionando con la realidad de manera inmediata sin ser cierto.

Esta ciudad en Navidad se convierte en un territorio irreconocible y artificial

La propia Navidad es un escaparate de ilusionismo, una puesta en escena con luces, renos y disfraces. Una fabulosa farsa interplanetaria de la que participamos millones de personas, algunos pasando frío y otros asándose en fin de año. Asumimos que las consignas de paz, amor y bondad son parte del folclor de las fiestas, pero en realidad el simulacro va mucho más allá, no se queda únicamente en jugar a ser los Reyes Magos o el propio Dios cuando espolvoreamos harina sobre el belén.

Hace ya un par de semanas comenzamos a vivir fuera del presente, a trabajar desplazados del plano temporal como se desincroniza una impresión de cuatricomía. Muchos profesionales avanzamos tarea para cubrir nuestra ausencia navideña. De alguna manera estuvimos con un pie en el presente y con otro en el futuro, anticipando acontecimientos, preparando el fantasma que nos suplantará el día de Nochebuena, de Navidad o en Fin de Año donde casi nadie permanece en su puesto de trabajo, ni siquiera en su propia casa. Hemos estado creando una versión profesional e incluso personal de nosotros mismos para ser proyectada en las fechas señaladas como un holograma.

Así que a partir de mañana la televisión, los periódicos o las radios estarán pobladas de espectros como en un videojuego del fin del mundo. Cada cual habrá dejado su crisálida para trasladar su verdadero yo físico y presente a otra realidad igualmente ilusoria. Mientras los ecos de voces, imágenes y escritos pueblan el paisaje cotidiano, las verdaderas personas nos trasladamos a un escenario irreal. Quienes salimos de Madrid sentimos, generalmente, tal desconexión que nos parece haber hecho un viaje astral. El pueblo de nuestros padres o Punta Cana, no importa, a donde quiera que nos hayamos desplazado nos resultará un planeta nuevo y casi virtual.

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Y los que se quedan en Madrid permanecen, igualmente, en un contexto alterado, diferente, inverosímil. Esta ciudad en Navidad se convierte en un territorio irreconocible y artificial. Las luces embellecen fogosamente sus calles, Callao huele a castañas, los taxis escasean y no hay un probador ni una mesa libre de Malasaña a La Latina. Las decoraciones privadas y públicas enmarcaran o distorsionan los paisajes aprendidos y tanto la llegada del turismo navideño como la evasión de gran parte de las caras conocidas nos sumergen en un panorama humano desconcertante.

La Navidad en una fantasía que puede enervar o entusiasmar. Como en un cuento de Stephen King o en cualquier historia de ciencia-ficción, el tiempo no sigue una lógica y el espacio se transfigura. Madrid se convierte en una ciudad igualmente gozosa e invivible como también adquieren esa esquizofrénica dicotomía las cenas con familiares en nuestros pueblecitos remotos de la costa o el interior. Nada permanece en su término medio porque los colores de esta foto navideña están movidos, las coordenadas espacio-temporales se han desajustado durante unos días.

Cada año son más audibles y numerosas las protestas contra el consumismo, contra el gasto en alumbrado público, contra la oquedad de los valores navideños (y esta temporada aún más debido a la crisis). Mucha gente se desconcierta y hasta se rebela ante el caos vital de las fiestas, ante la obligación de regalar, de desplazarse con cadenas al norte, de cocinar cordero o de tener que charlar de filatelia con un cuñado. Pero todo esto pasará rápido, como sucede todos los años, y enseguida estaremos otra vez donde siempre. Madrid se apagará y nuestros espíritus se encarnarán de nuevo en sus cuerpos. Y la vida volverá a ser insoportablemente real.

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