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Reportaje:Los nuevos de la escena musical madrileña

El chico listo del rock argentino

Lisandro Aristimuño, el músico que emigró del éxito y del desamor, es acogido y ensalzado por colegas madrileños como Deluxe, Jorge Drexler o Iván Ferreiro

El nombrecito se las trae, pero conviene que lo memoricen con urgencia: Lisandro Aristimuño. "Al principio me lo escribían mal sistemáticamente: Sandro, Leandro, Aristimuñoz...", concede el aludido con una sonrisa franca y hermosa. Proviene de Río Negro, en la Patagonia argentina, acaba de cumplir 30 años y en septiembre llenó un teatro bonaerense de más de 1.000 butacas durante tres noches consecutivas. La revista Rolling Stone argentina le encumbró con un reportaje de cuatro páginas. Sintió tanto vértigo que quiso poner mar de por medio: desde octubre vive entre Vigo y Madrid, buscándose hueco en apartamentos de amigos y colegas. Y aunque es hombre discreto, su música comienza a ser un secreto a voces. Le idolatran y ensalzan Quique González, Deluxe, Jorge Drexler, Iván Ferreiro. El siguiente pudiera ser usted.

"Percibo mis canciones como el equivalente a llorar de alegría"

"Mis canciones acaso parezcan lánguidas, pero tienen un trasfondo positivo. Las percibo como el equivalente a llorar de alegría", explica en el sofá que nos presta, a un paso del Retiro, un amigo de su representante. Lo suyo es rock de autor con letras poéticas, aderezos electrónicos y un profundo respeto por la música folclórica latinoamericana y europea. Su omnívora melomanía alcanza extremos sorprendentes. "39 grados, la canción que da título a mi tercer álbum, es una bulería camuflada. Cualquiera que sepa flamenco lo acabará descubriendo", revela con gesto travieso.

Gafas de pasta negra, barbita bohemia, el pelo cuidadosamente revuelto, elegante camiseta desaliñada y un sombrero de lunares comprado en un mercadillo parisino. A Lisandro se le nota el aura de artista hasta cuando guarda silencio. Y eso que sus paisanos fueron los primeros en no ponérselo sencillo. "Cuando arribé a Buenos Aires me veían como un exótico indiecito de la Patagonia. El primer periodista porteño que habló conmigo me preguntaba si a mi casa había llegado la corriente eléctrica a 220 voltios. Pero he sido capaz de publicar tres discos desde la más completa independencia. La música y el amor son lo más digno que tenemos los seres humanos".

Ah, el amor. Contemos toda la verdad. La aventura madrileña de Aristimuño también tiene mucho que ver con eso: una relación de ocho años que se volatilizó, una colección de recuerdos que se volvían tormentosos en cada recodo bonaerense. "Lo de inspirarse en experiencias dolorosas tiene mucho de mito", se apresura a matizar. "A mí me gusta escribir desde el enamoramiento. Cuando perdí a aquella mujer no podía ni afinar la guitarra. Sólo me apetecía tirarme en la cama o acodarme en la barra del primer bar".

El tiempo y la distancia deben de haber ejercido ya su función de cataplasma cicatrizante, porque a Lisandro se le intuye nuevamente pletórico, inspirado, hiperactivo. Los domingos de enero los pasará subido al escenario de El Búho Real y dentro de un mes se encerrará en un pazo de Nigrán (Pontevedra) para grabar la mitad de las 30 nuevas canciones que atesora. El resto lo completará a partir de marzo o abril, de regreso a ese Buenos Aires de desamores y desvelos. ¿Y si llamara a la puerta una gran productora de conciertos, alguna avispada multinacional? Al frágil patagónico le refulge la travesura en la mirada. "Tendrían que incluir en el contrato cláusulas a las que no están acostumbrados. La música sólo me interesa como acto de comunicación, igual que a los indígenas".

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Aprovechen, pues, para descubrirle en las distancias cortas de algún buen bar musical. Aristimuño despunta como la nueva joya en ese asombroso puente aéreo musical entre Buenos Aires y Madrid que ya tomaron Moris, Calamaro, Alejo Stivel, Ariel Rot, Andy Chango y tantos otros. "Es una ciudad fascinante", concede, "de la que sólo no me gustan un par de cosas". ¿A saber? "Una, todos esos grupos que se empeñan en ser clónicos de los Strokes en castellano. Y dos, los taxistas, que en cuanto advierten tu acento tuercen el morro".

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