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Columna
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Los espantajos del terror

José María Ridao

No puede ser producto de la casualidad, sino de la pura y simple irresponsabilidad, el que cada vez que se producen avances sustanciales en la lucha antiterrorista se deteriore el consenso político imprescindible para terminar con esta pesadilla. En esta ocasión, con dos direcciones de la banda desarticuladas en tres semanas, la polémica llega a cuenta de los ayuntamientos gobernados por Acción Nacionalista Vasca. La oposición exige disolverlos, modificando la ley si fuera preciso, y el Gobierno se inclina por desalojar a los alcaldes de ANV por la vía de las mociones de censura o recurriendo a normas legales existentes. Entretanto, y a la vista de estas diferencias, los partidos nacionalistas EA, PNV y Aralar obtienen un gratuito e inesperado margen de maniobra para posponer cualquier decisión, manteniendo en sordina el dilema al que los ha enfrentado el atentado terrorista que costó la vida a Ignacio Uría, en particular al PNV. Al fin y al cabo, este crimen fue concebido por el fanatismo de la banda no sólo como una respuesta a la detención de Txeroki, sino también como un golpe al principal proyecto en infraestructuras del Gobierno vasco y, por lo tanto, como un mensaje especialmente dirigido a él.

El PP vuelve a las querellas de entonces justo en el peor momento, en el más inoportuno

Por supuesto que ANV está en algunos Ayuntamientos del País Vasco porque así lo quiso el Gobierno socialista. No hace falta recordar la manipulación que pretendió llevar a cabo diciendo que la impugnación de la mitad de las listas de la nueva marca política de los terroristas, dejando la otra mitad intacta, era resultado de la escrupulosa aplicación de la ley de partidos, no de una decisión política para la que, todavía hoy, no ha dado ninguna explicación. Tampoco es necesario recordar la campaña de intoxicación que puso en marcha intentando convencer a la opinión pública de que la sentencia del Tribunal Supremo sobre las listas impugnadas le daba la razón cuando, en realidad, mostraba la misma perplejidad que muchos ciudadanos por el hecho de que tratara a un partido como una suma de agrupaciones electorales. Se vivía aún la resaca del proceso de paz, cuyos últimos episodios, según confesión del propio Gobierno, tuvieron lugar después del atentado de Barajas, pese a las muchas ocasiones en que había afirmado lo contrario.

Pero todo esto lo sabía el Partido Popular antes de reconsiderar su estrategia de oposición en materia antiterrorista, y se entendía que el giro que adoptaba pretendía, en último extremo, colaborar con el Gobierno para salir de una situación que era la que era. Y ahora, de pronto, no es así, y vuelve a las querellas de entonces justo en el peor momento, en el más inoportuno. Con la banda descabezada y los pistoleros sumidos en el desánimo, los dirigentes populares no están teniendo mejor reflejo político que apartar los focos de esta coyuntura extraordinariamente favorable y colocarlos justo en el lugar en el que los partidos democráticos se muestran divididos. Además, todo por nada: con o sin el brazo político de los terroristas en los Ayuntamientos, con o sin sus grupos municipales y parlamentarios disueltos, las fuerzas de seguridad, la cooperación internacional y la justicia están logrando asestar golpes decisivos a la banda. Por más que los panegiristas del crimen deban estar fuera de las instituciones, las últimas detenciones demuestran que la eficacia de la lucha antiterrorista los convierte en irrelevantes, en espantajos de un terror que tienen que pagar sus bravatas cada vez más rápido.

Tiene, sin duda, poco sentido permitir a estos espantajos lo que no se le permite a los que manejan las pistolas. Pero menos sentido tiene aún convertirlos en el problema más acuciante, en el problema sobre el que no pueden dejar de pronunciarse los partidos democráticos, incluso a costa de la división, cuando los que manejan las pistolas están asistiendo a la sucesiva caída de sus jefes y enfrentándose a dificultades cada vez mayores para reorganizar sus entramados. Salvo que se prefiera sacrificar la inteligencia en la explotación de los últimos golpes contra la banda a unas inciertas expectativas electorales, no es posible comprender que un partido hoy en la oposición, pero que constituye una alternativa de Gobierno, se entregue con la política antiterrorista a una estrategia opuesta a la de Penélope: destejer durante el día, durante los momentos de más avances, lo que se ha ido tejiendo durante los más difíciles, durante las muchas noches en las que ha habido que localizar, vigilar y detener a los asesinos y sus jefes.

Nada tiene de extraño que existan dudas acerca de cómo actuar cuando el Estado lleva la iniciativa frente a los terroristas. Pero sólo una cosa debería resultar incontestable a estas alturas: con los partidos democráticos divididos ninguna estrategia da resultado. Desde la unidad, siempre son los terroristas quienes empiezan a entrever el implacable horizonte que les aguarda.

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