Con Marsé
A la adolescente que crecía en la Barcelona de los primeros años setenta le sobraban motivos para adentrarse en las novelas de Juan Marsé. Las viejas paredes de las nobles aulas universitarias aún sudaban rencor por la implacable radiografía de los prestigiosos señoritos de mierda que protagonizan la epopeya bufa narrada en el célebre capítulo XIII de Últimas tardes con Teresa. El nacionalismo burgués conquistaba posiciones firmes, pero la lectura de la sórdida y oscura historia de Montse, tejida de inmoralidades y tapujos, nos enseñaba a mirar detrás de la fachada al desvelar la hipocresía social de los ricatólicos, al arremeter contra la religión organizada y al construir una implacable crítica de la cultura (incluida la literaria: ahí estamos nosotros, los critinos) y al abordar cómo una clase social fabrica a sus intelectuales alumbrando las incestuosas relaciones entre inteligencia y poder. El movimiento libertario se extendía por los ateneos de los barrios viejos y nuevos, y Marsé también nos devolvía en las aventis de los niños kabileños la confusa historia de unos hombres de hierro a punto de perder su última batalla, historia que el novelista rescata y restaura, y deliberadamente mezcla y confunde, en un soberbio espejismo lingüístico urdido con verdades y mentiras siempre contadas a medias, que reverberan en una novela prohibida primero y después secuestrada, de la que también nosotros hablábamos de oídas hasta que por fin pudimos leerla, cuatro años después de su publicación en México: Si te dicen que caí.
Y sin embargo, aun por deslumbrante y feroz y singular y obligatorio que fuera ese mundo encerrado en las novelas de Marsé para quien deseaba y necesitaba saber algo más de todo -de la ciudad y sus gentes, de la historia y de la intrahistoria que no había vivido, de docenas de criaturas tan minúsculas como verdaderas e imborrables-, posiblemente no lo frecuentaría con la asiduidad que lo hace de no hallar en esas relecturas un verdadero placer estético y muchas enseñanzas estrictamente literarias. Porque de no haber en las novelas de Marsé mucho más que la salvación de una memoria colectiva -arrancada con saña de un pasado marcado por la humillación y la rabia del que el escritor muestra sus dolorosas aristas-, posiblemente no volveríamos a leerlas con sosiego, ansiosos de averiguar cómo se produce el milagro, cómo el fabulador sonambúlico y memorioso que tan sólo opera con esa frágil moneda sometida a un perpetuo desgaste -las palabras- puede levantar un mundo que resiste al peor enemigo: el paso del tiempo.
Fácil sería explicar el prodigio a partir de la indeclinable propensión al mito que hallamos en las novelas de Marsé, armadas con la sólida materia extraída de una realidad que, al incorporarse a la ficción, atraviesa un enigmático proceso. Y es ese enigma lo que nos desvela, porque de él emergen personajes tan reales como míticos. Y por eso, imperecederos. Sí, Teresa Serrat y Manolo Reyes y Jan Julivert y Java y demás son imborrables. Pero también muchos otros de los que pueblan ese prodigioso escenario repleto de secundarios y extras magníficos: figuras cotidianas que añaden intensidad y vida -el tabernero Sicart, el viejo Suau, Paquita, el Cardenal, la Betibú-, o seres rotos y extraviados que desde el ensueño, la embriaguez o la locura sacuden un barrio petrificado y gris: Bibiloni, el capitán Blay... -
Ana Rodríguez Fischer (Vegadeo, Asturias, 1957) es profesora de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y escritora. Ha coordinado la edición de Ronda Marsé (Candaya. Barcelona, 2008. 528 páginas. 24 euros) y es autora de su texto introductorio, Impulso y nostalgia. El libro es un recorrido por la obra del último premio Cervantes a través de 78 textos críticos. Incluye un DVD con el documental Un jardín de verdad con ranas de cartón, de Xavier Robles Sàrries
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