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Columna
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Simios

Allí en América, donde las praderas, hay universidades que niegan su parentesco con los simios. Es como si la oruga declarase olímpicamente que constituye un peldaño único en la escalinata de la evolución y volviera la cara de mala manera a sus vecinos de rellano, esas lombrices y gusanos de los que resultaría indistinta sobre un trozo de carne podrida. Los biólogos (llamémosles así) del Medio Oeste son humanos al ciento por ciento y no guardan bajo la piel ningún gorila disfrazado; en sus células, de una pureza fanática, no quedan restos de los millares de mosquitos, sanguijuelas, saltamontes, lenguados y babuinos que ocuparon los reflejos en el agua estancada (aún no había espejos) antes de que a ellos se asomase el rostro lampiño del hombre. Esto viene sucediendo desde mucho tiempo atrás: en concreto desde que Darwin estableciera entre Tarzán y la mona Chita un vínculo que las mentes más púdicas y victorianas sólo pudieron recibir con un horrorizado grito de ultraje.

Se suele señalar que el motivo de que el Origen de las especies fuera unánimemente rechazado en los ruedos académicos de medio mundo fue su atentado contra el relato bíblico de la creación, con lo del jardín, la costilla y todo eso. A mí me parece que lo que enfurecía a aquellos articulistas, profesores de veterinaria y predicadores no era la blasfemia, sino el insulto personal. De repente, como el doctor Jekyll y su sombra, habían pasado a ser dos en uno: de una mitad el atento esposo, contribuyente ejemplar, respetado miembro de la academia; de otra un animal chato, encorvado, sucio, que sólo obedece a los coletazos de su instinto y que disfruta fracturando el cráneo de sus congéneres o asaltando por sorpresa a las hembras de la manada. Tener escondido en el sótano a semejante criatura era más de lo que la mayoría de los ciudadanos del imperio estaba dispuesta a tolerar.

Por suerte, hay quienes piensan de otro modo. Quienes están convencidos de que, si pretende conocerse de verdad, el ser humano debe mirarse dentro, hacia las concavidades y los forros, y aceptar que en ese hueco donde se guarda el alma hay también mucha suciedad acumulada y muchos vestigios de cosas que a primera vista resultan desagradables. En la Plaza del Viejo Estadio Colombino de Huelva, la Obra Social de La Caixa ha montado una exposición que, bajo el título Orígenes: cinco hitos en la evolución humana, recorre las sucesivas etapas que median entre los homínidos y el ser que lleva corbata y nos responde, a veces cortésmente, desde las ventanillas. La muestra consiste en una sucesión de escenarios de cartón piedra donde nuestros antepasados, dotados de inquietantes hocicos y un vellón de rizos sobre los antebrazos, se agachan para encender hogueras o imprimen los techos de sus cuevas con esquemas de bisontes y arqueros. Nos guste o no, de algún modo somos esas criaturas tan poco vistosas que mueven un oscuro viento de barbarie en la memoria de nuestra especie. Negarlo sirve de poco: más vale asumir que seguimos atados por extremos que no nos agradan del todo a ese pasado feroz y que cuando masacra a sus convecinos o se deja arrastrar por esos impulsos que anidan en las alcantarillas de su conciencia el ser humano está más cerca del mono de lo que se atreve a admitir.

Que fuimos esas bestias es tan cierto como que las dejamos atrás: que con tesón e inteligencia los seres vivos pueden ir desprendiéndose poco a poco de sus apéndices más onerosos para ganar libertad, que el camino de la evolución es el único que nos garantiza que algún día seremos menos estúpidos y obcecados de lo que ahora somos. Aunque no lo veamos, siempre podemos consolarnos con el pensamiento de que nuestros tataranietos no se apalearán los unos a los otros por culpa de libros sagrados ni clubes de fútbol. Nosotros seremos los monos para ellos.

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