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Columna
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La agonía de la huerta

Todas las coles son de Bruselas, incluidas las coliflores de San Martín de la Vega que cultiva Luis Marcos, uno de los 12.000 profesionales de la agricultura que sobreviven, más a las duras que a las maduras, en nuestra Comunidad, según la información de Rafael Fraguas publicada en estas páginas el pasado lunes, casi un réquiem por el campesino madrileño, explotado por los intermediarios, obstaculizado y manipulado por los celosos burócratas de la UE y sometido a los avatares, siempre al alza, del mercado de los abonos y los herbicidas, denostados por los ecologistas pero necesarios para la práctica de una agricultura industrial competitiva. La única alegría de la temporada para estos esforzados labriegos ha sido la bajada de precio de los carburantes, un alivio coyuntural y efímero. "No es bueno que el petróleo baje demasiado, es el momento para ponerle impuestos", declaraba hace unos días Nicholas Stern, ex economista jefe del Banco Mundial, apoyando las peticiones de la ONU, que propone gravar el crudo, porque el barril más caro paliaría el calentamiento global y estimularía las energías renovables.

La pugna entre los agricultores tradicionales y los biológicos en la Comunidad de Madrid registra bajas en ambos bandos. De los 134 (valientes les llama Fraguas) agricultores ecológicos registrados en 2006, sólo quedan 124 en 2008. Ni por las malas, con herbicidas, ni por las buenas, con cultivos naturales; la agricultura sigue siendo un mal negocio. El ideal de los ecologistas, esos peligrosos radicales que según el ínclito Aznar han tomado el relevo de los comunistas, es el ideal de todos, pero, por ejemplo, esas energías renovables que, con acierto, predica la ONU, no pasan tampoco por un buen momento, el coco de la crisis ha desplazado el interés por temas como el desarrollo de la energía solar. De los huertos solares planificados y subvencionados sólo funcionan unos pocos, y sobre sus concesiones planea ya la sombra de la corrupción, denunciada en la vecina comunidad de Castilla y León. Las subvenciones oficiales se han recortado y el modelo de agricultura sostenible se hace cada día más insostenible. Las hipotecas basura ni alimentan ni abonan, pero el modelo financiero especulativo se ha impuesto también en la agricultura globalizada, la materia prima no vale un pimiento. A Luis Marcos le pagan 2,5 euros por media docena de coliflores que en el mercado alcanzarán el precio de dos euros por unidad. Lo de la huerta madrileña no se come ni con patatas; el nutritivo tubérculo, que acabó con tantas hambrunas, está dejando de cultivarse en la ribera del Jarama. A 11 céntimos el kilo, su comercialización resulta ruinosa para el productor.

El ministro Sebastián aconseja comprar productos españoles para paliar la crisis, pero no dice dónde pueden comprarse. En el campo de Madrid se cuenta en pesetas, para no liarse con los decimales, y se descuenta en euros. A los madrileños les gusta consumir productos locales si se les ofrecen como tales, recoge el informe de Rafael Fraguas, pero ni las fresas y los espárragos de Aranjuez, ni los ajos de Chinchón, ni los melones nativos del mismo Villaconejos, ni las auténticas aceitunas de Campo Real, ni las frutas, ni las hortalizas de la región se encuentran fácilmente en los supermercados, ni mucho menos en los grandes centros comerciales, y los productos de agricultura biológica de la zona hay que buscarlos con lupa, y a veces a precios muy poco ecológicos en las tiendas de delicatessen. En los comercios de Madrid las frutas, incluso las menos exóticas, vienen del Brasil, de Chile, de Francia, Portugal o de la China. A cambio, las frutas y las hortalizas locales emprenden largos viajes al extranjero, y los que ganan dinero con tanto trasiego son los intermediarios que pagan los billetes. No se trata de volver a la autarquía, sino de imponer algo de lógica en un mercado desquiciado

Sólo una minoría ínfima de los habitantes de los pueblos de Madrid son campesinos. Los "desertores del arado", como llamaban, con un toque despectivo, los capitalinos a los que cambiaban el campo por la ciudad, forman legión. Muchos cambiaron la azada por el pico y la pala, y el tractor por la excavadora, y plantaron durante un tiempo huertos de ladrillo y hormigón sobre los que ya empieza a recrecer la mala hierba, campos que fueron de labor y hoy lo son de exterminio de una cultura imprescindible. Los campesinos contemplan en las estanterías de los hipermercados lo mucho que valen los frutos de su esfuerzo mal pagado. Solo el necio, dijo Machado, confunde valor y precio, y hoy el mundo es de los necios.

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