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Columna
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Paz en la India

Vicente Molina Foix

En una madrugada de noviembre, pero del año 1951, la mole del hotel Taj Mahal llamó la atención de alguien que se acercaba a la costa de Bombay sin malas intenciones. Era un joven diplomático mexicano y ya reconocido escritor, Octavio Paz, que llegaba a la India por barco para ocupar su puesto de segundo secretario en la embajada de su país. Más que en las aguas de la bahía, descritas por el poeta cuarenta años más tarde como "una inmensa masa de mercurio líquido apenas ondulante", Paz se fijó en los edificios que iban despuntando en el horizonte; primero un arco de piedra ("una versión fantasiosa de los arcos romanos"), que era "¡la Puerta de la India!", le dijo con énfasis un compañero británico de travesía, hermano del poeta W. H. Auden, y después la silueta de un "enorme pastel, delirio de un Oriente finisecular, caído como una gigantesca pompa no de jabón sino de piedra en el regazo de Bombay". Aquel día empezaba la historia de amor entre el futuro premio Nobel y la India, país en el que residiría, en dos etapas, siete años, y al que volvía a menudo en el recuerdo y los libros.

ARCO nos presentará un arte que elimina fronteras y vuela por encima de las etnias y las religiones

El enamoramiento empezó, sin embargo, mal. Ese pastel de piedra en el que el Octavio treintañero se alojó una semana antes de seguir viaje por tren a Delhi le mareaba, siniestro, inacabable, fastuoso, quimérico, sublime, cursi; son algunos de los adjetivos contradictorios que le puso al hotel de Bombay en Vislumbres de la India, añadiendo que si ese libro hubiera sido unas memorias y no un ensayo aún le habría dedicado más espacio al lugar, trasmutado para él en imagen primera y emblemática de la India. Las cosas que cuenta sobre el edificio y su razón de ser no todas son ciertas; quizá el recién llegado se dejó impresionar demasiado por las novelescas teorías del ingeniero Auden sobre su construcción. Asimismo, Paz, como tantos relatores nostálgicos, da por desaparecida la magia del establecimiento al evocarlo en 1995, escribiendo que aquel "Taj Mahal ya no existe; más exactamente ha sido modernizado y así lo han degradado como si fuese un motel para turistas del Middle West".

No es así, por fortuna. Como tantos hoteles orientales de renombre -en un principio refugio sólo de los happy few- el Taj Mahal de Bombay, llevado por el auge general del turismo y la popularidad de ciudades anteriormente remotas, añadió años después de la primera estancia del diplomático un ala nueva albergada en un edificio feo y despersonalizado, pero su Old Wing, el antiguo lugar "quimérico" de Paz, siguió, seguía allí, al menos hasta el estallido de las bombas y los brutales asesinatos de la semana pasada. Desde alguno de sus balcones, yo mismo, en una mirada inversa a la de aquel amanecer de 1951, he visto el brillo de las aguas del Mar de Arabia y los perfiles de la cercana isla de Elefanta, famosa por sus rocas esculpidas.

Apenas 24 horas antes de la trágica noche en la que Esperanza Aguirre sólo perdió los zapatos, en su peculiar versión de la Cenicienta huyendo en estampida del palacio, otros diplomáticos, en este caso indios, hablaban con ilusión en Madrid de las buenas perspectivas abiertas ante su inmenso país, pese a los desequilibrios étnicos y las crisis económicas. La India es un lugar tan encantador como encantado. Todo el mundo (excepto los muy remilgados) sueña o desea la India, aunque a veces la fuerza de la realidad de sus sitios cause algún desmayo, por no hablar de los desajustes intestinales. Como tantos, caí hace quince años bajo su hechizo, y no he dejado de sentirlo nunca desde entonces, lamentando lo poco que aquí nos llegaba de allí, más allá del tandoori de los restaurantes y las semanas hindúes de El Corte Inglés.

Madrid tiene ahora -los canales de comunicación están cambiando a mejor- una pequeña pero sugestiva muestra de una India ajena a las postales. Si el curioso, que no tiene porqué ser un indiómano, se acerca estos días (antes del 4 de enero) a la Casa Encendida, podrá ver las obras de unos artistas de Bangalore, Cochín y Mysore que hacen un arte sin denominación de origen. Pintores y fotógrafos llenan la planta sótano del siempre vivo centro cultural de la Ronda de Valencia con sus artefactos genuinamente contemporáneos, algunos de ellos provocativos en su indianidad diferente. Arriba, en el patio del edificio, Gandhi dibuja, en un recorrido fotográfico (y un vídeo muy ingenioso), el mensaje de paz por el que le admiramos. Es un botón de muestra y un anticipo. La Filmoteca, situada a poca distancia de la Casa Encendida, va revelando intermitentemente las caras del cine hindú, que ni en el pasado se acababan en las obras maestras de Satyajit Ray ni ahora se limitan a la deliciosa fanfarria de Bollywood. También nuestras editoriales dan a conocer, sin cuentagotas, novelas indias de hoy. Y dentro de dos meses, Madrid, gracias a la Feria de ARCO, esta vez dedicada a la India, nos presentará el programa de un arte que elimina fronteras y vuela por encima de las etnias y las religiones contrapuestas, proponiéndose como el reflejo moderno de un país cuya extraordinaria y rica civilización unos canallas tratan de perjudicar, devolviéndolo al peor pasado, el de la intolerancia sectaria.

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