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Columna
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Eusko-Gomorra

Manuel Rivas

Nunca más aceptaré participar en la selección de un canon literario. Nunca más me prestaré a una de esas encuestas en las que tienes que elegir un número cerrado de obras maestras. Nunca más responderé a la pregunta ominosa de qué libro me llevaría a una isla desierta. Nunca más escribiré una lista de autores preferidos.

Ellos no tienen la culpa y, además, siempre me olvido de Graciliano Ramos. Nacido en Quebrangulo, en el noreste brasileño, en 1892, Graciliano escribió poco antes de morir el mejor autorretrato conocido de un escritor.

El espacio que ocupa una cuartilla y donde dice, entre otras cosas, que desea la muerte del capitalismo, que le gusta el aguardiente, que es medio calvo y ateo y que su lectura predilecta es la Biblia. Graciliano estuvo preso dos veces por comunista, cuando no lo era. Así que decidió hacerse comunista de verdad, no por él, sino para evitar el ridículo a los carceleros.

Muchos, muchos palos le dio la vida a Graciliano. Y él, muerto a los 60 años en Río de Janeiro, agasajó a la vida con libros que son especies únicas como Angustia, Vidas secas o Memorias de la cárcel. Para mí, Vidas secas es un libro bíblico, de la misma estirpe inmortal de la obra de Juan Rulfo.

Todo eso lo sé muy bien desde hace años. Y, sin embargo, me olvido siempre de Graciliano. Sé que mi olvido no le afecta demasiado, pero a mí me duele como una culpa grande. Me sale una joroba de culpa a la que llamo Graciliano. De lo que me acuerdo siempre, y le agradeceré toda la vida, es de una de sus máximas literarias: "¡Sobra un tercio!". Es verdad. Sobra un tercio de casi todo. De ETA, sobra todo. Imaginen la alegría de los topónimos el día en que la sangre deje de gritar desde la tierra, como ahora grita en la silenciosa Azpeitia.

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