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Columna
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El reino de este mundo

En Happy End, una de las Tres novelas ejemplares que Manuel Vázquez Montalbán reunió en 1982, se decía que habíamos llegado tarde a la aventura, al riesgo de vivir. Happy End era un relato de 1974 que anticipaba el reciclaje cultural y lo posmoderno. A mediados de los años setenta y a juicio del descreído protagonista de aquella novela, todo estaba ensayado y perdido. No había final feliz que nos redimiera; tampoco reino de los cielos. E insistía: "Nunca tendré la oportunidad de perder una guerra con mis propias manos o perder una revolución con mis propios deseos". Ya no había credos.

¿De qué clase era este escrutinio? ¿Era una opinión o era un estado de ánimo colectivo? Según ese dictamen, numerosos españoles -que habían crecido con los mitos de Hollywood en una posguerra inacabable- se sentían desarbolados, sin metas reales, sin dioses a los que venerar. Perdedor de un conflicto que no había librado, el personaje de Vázquez Montalbán, cínico y derrotado, se sabía incapaz de toda épica histórica, de toda creencia, de todo porvenir: "Nunca fui Humphrey Bogart", dice. "En realidad nací cuando era imposible ser Humphrey Bogart y abrí los ojos a la historia cuando empezaba a arriarse toda bandera de la libertad". Para esas fechas no había titanes a los que seguir, ni santos a los que imitar, ni dioses a los que obedecer, concluimos. Los interlocutores sólo eran encarnaciones de viejos héroes: espectros que batallaban y perdían combates ajenos. No sé, no sé.

Algunos personajes de Manuel Vázquez Montalbán siempre insistieron en este resentimiento culto, fatigado, impotente: un dolor que nos dejaba malparados a quienes llegábamos después, con pocos años. En efecto, ese dictamen algo cínico podía molestar especialmente a las generaciones posteriores, pues a quienes alcanzábamos la mayoría de edad sólo se nos reservaba el papel de figurantes en un guión ya representado. Pero la historia no había acabado cuando Franco agonizaba, ni los antifranquistas habían llegado tarde a todas las metas. Aún faltaban cosas por ganar: al pretorianismo y al clericalismo, por ejemplo.

Pronto se cumplirán treinta años de la Constitución de 1978. Recuerdo que no pude votar en aquel referéndum porque no había alcanzado la mayoría de edad. Pero yo quería aprobarla: contrariamente a lo que algunos de mis amigos sostenían. Ellos eran más exigentes. Sabían que ese proyecto de Constitución era tímido, fruto de un pacto apocado y desigual que no molestaba a los poderes fácticos, entre ellos la Iglesia. Yo era más cobarde, piadoso o acomodaticio quizá: quería procurarme un porvenir sin grandes aventuras, y la pacata Constitución -que no liquidaba el poder eclesiástico- me parecía un logro bien concreto para quienes acabábamos de superar los dieciocho años y nos alejábamos de cualquier credo. El nuestro era un reino de este mundo: por fin.

Si no me recuerdo mal, Manuel Vázquez Montalbán apoyó el sí en aquel referéndum. Me pareció de un sensato realismo. El escritor lo apoyaba para escándalo de los más intrépidos: de sus lectores más batalladores y de sus personajes más cínicos o insolentes. No sé. Quizá el de 1978 fue un acuerdo acomplejado, pero, ah amigos, nos ha permitido vivir sin rezar. Ahora tal vez haya llegado el momento de ser más audaces. No hay happy end, desde luego, ni reino de los cielos; pero tampoco hay tutela clerical que soportar. ¡Por Dios!

http://justoserna.wordpress.com

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