El ciclista que ganó a la Stasi
El pecado del mejor corredor de la RDA fue no afiliarse al partido comunista. Wolfgang Lötzsch, blanco de los espías de la Stasi, desafió al régimen y lo derrotó en la carretera
No soy una persona que quiera revancha, sólo quiero que mi historia no se olvide".
La historia de Wolfgang Lötzsch es la del ciclista de la República Democrática Alemana (RDA) con más talento de los años setenta, quien, durante 17 años de carrera contra el viento helador de la Stasi, la policía secreta de la RDA, no recolectó ni honores ni medallas olímpicas, sino informes de su vida cotidiana, transcripciones de escuchas, de seguimientos, de delaciones, que suman 2.000 folios. Lötzsch los ha leído todos. Sabe quién le espió, conoce con nombres y apellidos quién le traicionó. Como Sísifo, y pese a correr solo, sin asistencia, contra los mejores cachorros de la escuela deportiva de la RDA, Lötzsch acumuló victoria tras victoria, contra toda lógica, contra toda esperanza, contra la arrogancia del poder. La afición se enamoró de él, el símbolo de los pequeños triunfos del individuo contra el aparato. El público aplaudía y jaleaba algo más que la victoria de un deportista. Como Sísifo, Lötzsch nunca salió de su montaña, nunca se le permitió correr fuera de las vigiladas fronteras de la Alemania del Este. "Nunca ha visto el sol", es lo que se decía en su país.
Sólo pudo acudir al Giro y a las carreras con las que soñó de joven después de retirarse. Y como mecánico
Tras la caída del muro pudo leer las 2.000 páginas que los espías de la Stasi habían recopilado sobre él
No hay ciclista que no asocie la bicicleta a la libertad. Perico Delgado contaba que de niño no paró hasta conseguir una porque deseaba ser como sus amigos, tener la misma libertad para viajar, para irse al río las tardes de verano. Para Alberto Contador, otro ganador del Tour, lo más duro de su oficio de campeón son las sesiones fotográficas, los compromisos, la agenda a reventar. "Pero todo eso lo olvido cuando estoy solo en una bicicleta", dice. "Sólo lamento no acordarme de todo lo que veo desde la bici, de cómo siento los paisajes y el viento cuando pedaleo". Para Lötzsch, que nunca pudo correr el Tour, la bici era más que libertad. Era, es, la vida.
Treinta años necesitó Lötzsch para poder ver el sol, acudir al Giro, a las carreras con las que soñaba en su juventud. Lo hizo como mecánico de equipos ciclistas, del Milram, del Gerolsteiner. Pero esa época también se acabó. Ahora su vida es el pasado, es su taller de bicicletas, un garaje pegado a su casa, un local con una persiana metálica enrollable "de los tiempos del Este", decorado con pósteres de Induráin, Pantani, y con las coronas doradas de sus viejas victorias -"al principio pensé en tirarlas todas a la basura", dice Lötzsch, "pero después me di cuenta de lo que significaban, de aquello a lo que había renunciado para conseguirlas".
Su taller está en las afueras de su ciudad de toda la vida -"los sajones somos gente sedentaria"- , Chemnitz, la misma que en 1954, cuando Lötzsch tenía un año, pasó a llamarse Karl Marx-Stadt. Cada mañana llega en bicicleta, en una Eddy Merckx que le regaló el mismísimo caníbal a la caída del muro, cuando le contaron su historia. Siempre después de su entrenamiento habitual, después de subir, un día más, la empinada Glücksberg (Montaña de felicidad), la calle en la que empezó todo en 1971.
"Yo quería ser del equipo nacional por el estatus que proporcionaba, porque me arreglaría la vida y para llegar a correr la Carrera de la Paz [el Tour del ciclismo del Este en los años en que sus amateurs no podían correr en las carreras profesionales del Oeste capitalista], los Juegos Olímpicos, el Campeonato del Mundo amateur: los tres grandes objetivos con los que se podía soñar en el Este". A los 17 años, todos los sueños le estaban permitidos a Lötzsch, a quienes los cazatalentos ya habían designado "el rey del ciclismo". Le llamaban El Largo, y a los 18 años sus tests fisiológicos y de resistencia eran superiores a los de Täve Schur, el campionissimo del Este, campeón del mundo amateur en 1958 y 1959 y repetido vencedor de la Carrera de la Paz.
A finales de 1971, Lötzsch es la gran esperanza del ciclismo alemán del Este para la gran batalla deportiva de la guerra fría, los Juegos Olímpicos de Múnich 72, disputados en el territorio más enemigo, donde toda medalla de oro sería una victoria del socialismo. Para cerrar su pase al equipo nacional, los directivos de su club local, el Karl Marx Sport Club, le convocan en otoño. Le acompaña su padre a la reunión. Él tiene 18 años; su padre, 71. El padre es un hombre que ha sobrevivido a dos guerras mundiales, sus ojos han visto desfilar delante de ellos la turbulenta historia de la Alemania del siglo XX, su alma ha crecido inconformista, escéptica e ingenua. Por eso, cuando los jefes del club le sugieren a su hijo la conveniencia de afiliarse al Partido de Unidad Socialista de Alemania, salta disparado como un muelle. Habla. Dice que su hijo sólo quiere hacer deporte, que le dejen tranquilo, y que además en la RDA no hay libertad de opinión ni de prensa. Los funcionarios respondieron al ataque de la forma más brutal, chantajeando a Wolfgang. ¿A quién quieres más, a tu padre o al socialismo? Y el hijo, con la mezcla de valentía, ingenuidad y cabezonería que le distinguiría siempre, respondió: "Estoy de acuerdo con mi padre. No me gustan algunas cosas de este país".
Unos días después, en vísperas de un campo de entrenamiento en Bélgica, Lötzsch es expulsado del club por su "completa inestabilidad política". "Fue como si el mundo se hundiera bajo mis pies", recuerda Lötzsch, a quien se le cerraron de golpe las puertas del equipo nacional, de los Juegos, de un futuro sin preocupaciones como figura del socialismo. Debería haber sido el fin de su carrera deportiva, fue el comienzo de su leyenda.
El ciclismo es su vida. No puede abandonar. Lötzsch encuentra un hueco en una liguilla de empresas. Su única oportunidad. Corre sin ningún apoyo, con su vieja bicicleta, una pesada Diamant, la marca mítica del Este, fabricada en su propia ciudad. Mientras el sistema estatal de entrenamientos perfecciona el trabajo sobre los grandes talentos, a los que envía al extranjero, él se entrena solo en las colinas que rodean su ciudad. La furia es el motor que no le deja descansar. Gana todas las carreras de la liga de empresas. Se gana también el derecho a competir en los campeonatos nacionales y en la carrera de un día más importante, la Vuelta a Berlín, disputada sobre el pavés, el Tour de Flandes del Este. Contra todo pronóstico, y por sólo 31 centésimas, se impone en el campeonato nacional de persecución. La afición estalla. Reclama su participación en los Mundiales. "¡Lötzsch a Canadá! ¡Lötzsch a Canadá!", gritan. El régimen, ridiculizado, cambia inmediatamente las reglas.
Lötzsch no irá al Mundial, pero cuantos más obstáculos pone el Estado en su camino, con más fuerza se entrena, con más determinación trabaja. Lötzsch debe ser aislado, es un virus. En las carreras, entre los equipos oficiales, se repite la consigna: todos contra Lötzsch. Se prohíbe a otros corredores hablar con él, incluso. A un ciclista que le dio la mano le expulsaron del equipo nacional. Y contra todos, Lötzsch sigue ganando. En 1974 gana por primera vez la Vuelta a Berlín, también el campeonato nacional de carretera, la Vuelta a Sajonia. Pero la selección nacional le sigue vedada. El régimen se inventa reglas absurdas. Le obligan a salir cinco minutos después del pelotón, pero él alcanza al grupo y sigue ganando. Y lo más increíble: se gana a la afición. Se convierte en un héroe, jaleado, animado con pancartas, con cánticos, con gritos. "Pero el sistema siguió respondiendo de una manera brutal, cobarde", recuerda Lötzsch mientras lleva una mano a la cabeza pelada y pasa los dedos por una amplia cicatriz en su cráneo. En una carrera, en 1975, Lötzsch sufre una caída. Inconsciente, se queda clavado en el asfalto, la cabeza rota, sangrando. Nadie se detiene a ayudarle. El pelotón pasa de largo. Los coches le esquivan. Finalmente, en el último coche, el médico de otro equipo se detiene. Le transporta al hospital, donde permanece en coma varias semanas con el cráneo fracturado.
Cuando despierta, vuelve a entrenarse. Cuando está dispuesto para volver a correr, recibe un golpe más duro: la federación le suspende, no puede participar en ninguna carrera. El asunto Lötzsch ya ha alcanzado por entonces a los más altos niveles del aparato deportivo de la RDA. La Stasi ya ha empezado a trabajar. Hay momentos en que le espían no menos de 50 colaboradores no oficiales, los oídos de la dictadura del proletariado. Lötzsch, entonces, trata de huir al Oeste. En la Embajada de Bonn le dicen que pida permiso. Dos veces lo rechazan. La Stasi, además, busca cazarle con las manos en la masa: un agente le propone un plan de huida ilegal. Lötzsch no pica. Se reúne en secreto con Rudi Altig, el gran corredor de la Alemania Occidental, que dirige a un equipo en una competición en la RDA, y le pide ayuda. Da un paso más: visita al corresponsal en el Este del Süddeutsche Zeitung, un periódico occidental, y le cuenta su historia. El 20 de julio de 1976, toda Alemania la lee. La Stasi está furiosa. Una noche, la Policía Nacional (Volkspolizei) le detiene y le provoca. Él estalla. "Los ciudadanos de la RDA no tenemos derechos". Detenido y condenado por "repetido libelo de Estado", Lötzsch pasa 10 meses en una celda de la Stasi, ocho metros cuadrados, un cubículo sin ventanas. 400 flexiones diarias, 3.000 abdominales le mantienen en forma. Si se hubiera abandonado, si hubiera perdido la forma. Si hubiera renunciado a ser ciclista, habría logrado ser deportado. Pero en las condiciones en las que abandona la reclusión, fuerte como al entrar, la Stasi no se puede permitir que salga de la RDA. "¡Nunca saldrás de la RDA! ¡Nunca dejaremos que un renegado como tú gane medallas para el enemigo de clase!", le grita un funcionario de la prisión.
Es el otoño de 1977. Está en libertad. Lötzsch quiere correr de nuevo, pero la sombra de la Stasi no le abandona. Es un "enemigo del Estado" y merece vigilancia plena, detenciones constantes. "Hasta que un día, harto, decidí combatir al régimen con sus mismas armas", dice. Acepta afiliarse al partido, retira su petición de permiso para salir del país, finge haberse reformado. Sólo tiene un objetivo: el gran regreso.
Su gran día le llega finalmente en 1983, a los 30 años. El sol quema. 128 corredores toman parte en la 77ª edición de la Vuelta a Berlín. Los mejores del país, el orgullo del régimen, los ciclistas modelo, Olaf Ludwig, Uwe Ampler, corredores soviéticos, polacos. Y Wolfgang Lötzsch. Solo. Sin equipo. Su única oportunidad es la fuga. Se escapa en el kilómetro 50. Una locura. Quedan 150 por delante. Contra todo pronóstico, como siempre, Lötzsch gana. Llega solo a la meta, aclamado por cientos de personas que han bajado a la carretera al oír de su fuga por la radio, con 8m 30s sobre el pelotón. La Stasi se rinde definitivamente. "Lötzsch nos ha obligado a respetarle", admite el oficial que con más saña le persiguió.
Wolfgang Lötzsch quería que se conociera su historia, y Sascha Hilpert la ha convertido en una película documental, Sportsfreund Lötzsch (Amigo deportista Lötzsch), que tuvo una gran resonancia el verano pasado en Alemania. La historia de Wolfgang Lötzsch es una historia de represión, vigilancia y espionaje común a la de miles, incontables, víctimas del régimen de la RDA. "Es la historia de Sísifo y su piedra", dice Hilpert. "Un Sísifo que en vez de con una piedra carga con una bicicleta: la montaña es la misma, y también la interpretación, la que dio Albert Camus: 'La lucha contra la montaña puede satisfacer el corazón de un hombre".
"Lötzsch luchó físicamente sobre la bicicleta contra el régimen. Sobre la bici era capaz de demostrarle a los funcionarios su fuerza, su poder sobre ellos", dice Hilpert. "Una lucha por y para su propia libertad. Por eso, para siempre, la bici será símbolo de libertad para él".
Wolfgang Lötzsch sólo conoció los detalles de su carrera destruida cuando tras la caída del muro pudo leer los documentos de la Operación Radio de bicicleta, una de las más amplias de los servicios secretos en el terreno deportivo, 2.000 páginas, una guerra contra un enemigo que no existió en realidad. Lo que descubre es más duro de tragar que cualquier suspensión: ninguno de sus amigos se salva. Todos le espiaron. "Fue un shock descubrirlo", dice Lötzsch. Ninguno de ellos, ninguna de esas personas, a las que aún sigue viendo a diario en Chemnitz, le ha pedido disculpas, le ha dado una explicación.
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