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Columna
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Ser azul

Vicente Molina Foix

Qué curioso el destino de la palabra azul. Su abuso poético clama al cielo, cuyo color no hace falta decir. Hemingway, de paso siempre hacia alguna corrida o alguna guerra, se detenía a menudo a considerar el cielo de Madrid, que tiene fans desde el siglo XVII. Pero la versión que da el escritor norteamericano en una de las páginas de su novela Fiesta es muy singular: para él el alto cielo azul despejado de Madrid, el más claro de España, "hace que el cielo de Italia parezca sentimental". Y es verdad que el azulado que viene de la sierra (cuando lo deja ver el smog de la contaminación) carece del pastel de postal de otros cielos históricos: el nuestro es seco y limpio, aunque su pureza sin jeribeques ni almíbares no impide la formación de cuadros expresionistas en los atardeceres, que yo tengo la suerte de poder ver muchas tardes desde una terraza al poniente.

Doscientos años antes de Hemingway, otro visitante menos taurino y menos asiduo, el escritor francés Pierre Augustin Caron de Beaumarchais, el Beaumarchais de los fígaros, también se quedó prendado de nuestro azul celeste, señalando que él lo apreciaba más que los nativos, "que nunca han visto los húmedos y grises inviernos que tenemos en nuestro país".

Hay épocas en las que el azul empalaga, cuando nos damos cuenta -sin estar siquiera junto al mar- de lo hermosamente avasallador que es ese color. Y luego está la pintura, que literalmente no podría vivir sin él. Sin azules no habría mantos de Murillo, ni inmaculadas por consiguiente. Pero tampoco habría Venecia, ni museos satisfactorios, como bien suponía Rafael Alberti en su vibrante loa al azul de su libro A la pintura. "Me enveneno de azules Tintoretto". Un grito de guerra más que una degustación pictórica.

Hace años leí un libro extraordinario del novelista y filósofo norteamericano William Gass, que aquí se empezó a publicar pronto, en la Alfaguara de Jaime Salinas, y después, me parece, se desvaneció entre nosotros. En el corazón del corazón del país era una excelente colección de relatos, pero yo saco a colación su pequeño opúsculo On Being Blue, que inspira mi título de hoy y, si no me equivoco, nunca fue traducido. Es una meditación sobre los azules, sobre la deslizante vida de ese término, de ese concepto, de ese adjetivo y ese espíritu que a tantas pasiones acompaña. Estar blue en inglés es estar triste, aunque no todos los blues musicales de las grandes vocalistas negras acaben irremediablemente en el abandono y la pena. De la gran trilogía cinematográfica de Kieslowski, Tres colores, el Bleu tenía el color más vivo, no sólo por la presencia -de un azul eléctrico- de Juliette Binoche. Su historia amorosa poseía, de nuevo citando a Alberti, "ese cielo azul que sólo da en secreto" una paleta consciente del mar, por lejano que esté.

Las ensoñaciones del azul se vieron turbadas de manera chillona y malhumorada hace un mes cuando José María Aznar presentó en Madrid el libro del presidente de la República Checa Václav Klaus, que lleva el título de Planeta azul (No verde) y ha sido editado por la Fundación aznarista Faes. Mucha gente no se lo podía creer, cuando leían en la prensa las proclamaciones que tanto Aznar como Klaus hicieron con tal motivo, y yo, lo confieso, me sentí envenenado de unos azules que no eran los del Tintoretto. El libro del político checo, suscrito y defendido por Aznar en los actos citados, denuncia la "nueva religión del calentamiento global", lo cual, si se mira bien, tiene su lógica aznárica, pues ya se sabe que a este hombre, soplado siempre por el hálito de la divina Conferencia Episcopal, lo que le chincha es cualquier calentón, aunque sea global, heterosexual y se dé no en la cama, sino en las nubes.

Se me ocurrió entonces pensar que William Gass no cayó en la cuenta al escribir su libro de la posible rivalidad ideológica de los colores; una lectura tóxica del azul para desacreditar al verde, como ha hecho Václav Klaus. Claro que hay precedentes hispanos en esa adulteración cromática. Verano azul fue una serie de televisión que hizo época, con su ñoñería bien organizada por un director solvente; aquella saga infantil capitaneada por su inolvidable mentor Chanquete tenía cielos sentimentales, como los italianos que tanto le abrumaban a Hemingway. Yo me retrotraje un poco más, a la época en que ese hermoso color que pintó turbulentamente El Greco y cantó en versos bruñidos Rubén Darío se hizo el estandarte de la tiranía. De la venganza. Yo lo llegué a ver, aún llevado por algunos sujetos marciales que daban clase en la Universidad Complutense. Filósofos del régimen que explicaban las pruebas de la existencia de Dios con camisa azul y correaje.

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