Domingos de motor
Nuestra época es el otoño y nuestro día, el domingo por la mañana. Nos vestimos para montar, ensillamos y nos ponemos a rodar por las carreteras. Nos reconocemos como tribu y por eso nos saludamos, levantando la mano del embrague cuando nos cruzamos o soltando el pie de la estribera cuando nos adelantamos, un gesto, éste, entre amable y chulesco, pues tiene tanto de saludo como de perrito meando. De alguna forma hemos de mantener el mito de nuestra dureza cuando en tantos puntos ya no podemos circular a más de 80 por hora. Vivimos del mito y el puerto de montaña es uno de ellos. A falta de más tiempo, nos conformamos con el Ordal, 10 kilómetros de subida para coronar los modestos 487 metros de la cima y abrazar las suaves lomas del Penedès. Hoy, con máquinas de 100 caballos entre las piernas, la ascensión es apenas un suspiro, pero en tiempos del Seat 1500 familiar -el milqui- era una verdadera hazaña.
Visita al autódromo de Terramar, en la carretera de Sitges a Vilanova, un mito del motor
Perderse entre las viñas rojizas, desayunar en Sant Pau d'Ordal y enfilar luego la carretera hacia Sant Pere de Ribes para tomar el vermut en el paseo de Sitges es un placer asequible. Pero antes se impone una visita al autódromo de Terramar, junto a la carretera de Sitges a Vilanova, otro mito divisado desde el milqui de la infancia en ruta hacia las playas tarraconenses. Por la época estaba ya abandonado. Sus monumentales peraltes emergen entre olivos y algarrobos como una extraña evocación mediterránea de Indianápolis. En forma de riñón, la pista tiene dos kilómetros de largo por 20 de ancho. La tribuna está en ruinas y entre las rendijas del pavimento de cemento crecen las malas hierbas. Las alambradas oxidadas barran la circulación rodada. Aun así, en YouTube se encuentran vídeos de recientes carreras ilegales.
Promovido por Frick -Federico- Armangué, su primer director, y proyectado por el arquitecto Juan Mestres, el Autódromo Nacional, como fue bautizado, se inauguró el 28 de octubre de 1923, en presencia de S. A. R. el infante don Alfonso y de los embajadores de Inglaterra e Italia. La mañana de ese domingo fue lluviosa, cosa que deslució el acto, pero no quitó emoción a la carrera de 200 vueltas que ganó Divo a bordo de un Sunbeam, a una media de 148,800 kilómetros por hora, en dura pugna con el Miller Special del conde Zborowski. La siguiente carrera, de bólidos de hasta 1.100 centímetros cúbicos, se disputó el jueves siguiente, pero quedó interrumpida por la lluvia. Se reanudó el radiante domingo 4 de noviembre y la ganó un tal Benoist con un Salmson, pero la competición estrella fue la que disputaron acto seguido las voiturettes -"cochecitos", traducía La Vanguardia, mucho antes de la película de Ferreri- de 1.500 centímetros cúbicos, en la que corrió el gran Tazio Nuvolari a bordo de un Chiribiri que fue cuarto, por detrás de los Talbot de Resta y Divo y del Aston Martin de Zborowski. Era la cuarta carrera de coches que el as italiano corría ese año, en que contaba 31. Le precedía la fama como piloto de motos: su legendaria Freccia Celeste, una Bianchi 350, lo ganaba todo por la época.
El Autódromo Nacional entró en decadencia después de aquel domingo. La Federación Internacional de Automovilismo sancionó duramente a la organización por no pagar los premios a los vencedores (las deudas de construcción eran cuantiosas) y ya no levantó cabeza. Todavía en la década de 1930 se celebraron algunas competiciones, combinadas con exhibiciones aéreas. Poca cosa más.
Francesc Torres realizó el año 2000 una instalación fotográfica sobre el autódromo de Terramar, titulada El acelerador de partículas ensimismadas. Escribía el artista: "El circuito se alza como una barrera de coral disecada, dejada al descubierto por el mar en retirada, un monumento a Marinetti en un paraje de sol y cabras, con forma de riñón para procesar mejor los fluidos de la ansiedad y la impaciencia".
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