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Columna
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Teoría y práctica

Está bien que las potencias económicas del mundo se reúnan y acuerden medidas de contenido global contra una crisis que no solo es también global, sino que ya se percibe como profunda, larga y dolorosa. Todos los apartados de este nuevo consenso de Washington, desde el compromiso de mayor regulación de los mercados financieros hasta el rechazo del proteccionismo, pasando por la exigencia de mayor responsabilidad a los directivos de las empresas, resultan más que razonables y poco más podría añadirse desde un punto de vista conceptual, tratándose, como se trata, del establecimiento de objetivos de carácter muy general.

Ahora bien, como ocurre muy a menudo en el terreno de las decisiones políticas, el problema no está tanto en el enunciado de las mismas (nunca han faltado expertos y asesores competentes capaces de redactar 14 folios plagados de recomendaciones con enjundia) como en la forma concreta en que éstas se llevan a la práctica.

Lo que a mí personalmente me preocupa, al menos en el caso de España, es precisamente esa incapacidad estructural que solemos tener para ejecutar los proyectos una vez que los objetivos están bien definidos (las escasas veces que lo están), bien por la inadecuada elección de los instrumentos diseñados para conseguirlos, o bien por la clamorosa ausencia de mecanismos efectivos de seguimiento y control de los resultados.

Aquí, las diversas Administraciones responsables (Gobierno central y comunidades autónomas) son muy aficionadas a anunciar medidas cada vez más espectaculares, sin preocuparse demasiado por el modo concreto en que estas debieran ejecutarse para alcanzar los fines perseguidos. Deben creer que basta con trasladar sus bienintencionados deseos de paz y prosperidad al BOE o al Diario Oficial de la Generalitat en su caso, para que la humanidad toda emprenda de nuevo la senda del crecimiento.

Lamento desanimarles, pero las cosas nunca funcionan así. Para que los objetivos políticos, especialmente aquellos que persiguen reactivar la actividad económica, puedan lograrse con un mínimo de garantías, lo que se necesita no son grandilocuentes declaraciones de gobierno o convenios marco multimillonarios con instituciones financieras, sino una maquinaria pública perfectamente engrasada capaz de garantizar, con el nivel de diligencia adecuado, que los recursos sean canalizados hacia sus potenciales beneficiarios.

A modo de ejemplo, les recuerdo que si el Banco de España ha mantenido hasta ahora un cierto grado de control sobre nuestro entramado financiero no ha sido porque dictara muchas circulares de obligado cumplimiento sino, fundamentalmente, porque sus inspectores vigilaban muy de cerca a bancos y cajas para asegurarse de que así fuera.

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De igual modo, el dinero tantas veces prometido por ambos gobiernos solo llegará a empresas y familias si hay alguien que se encarga de que ello ocurra de verdad, controlando todos y cada uno de los eslabones de la cadena de intermediación. Lo siento por los nostálgicos del neoliberalismo ingenuo, pero, hoy por hoy, esto es lo que hay.

Naturalmente, todo ello exigirá por parte de los responsables políticos una mayor dedicación y también una mayor dosis de actividad en los segundos niveles de la Administración. Pero, ¡qué le vamos a hacer!, alguna vez tendrán que ponerse a trabajar para los ciudadanos que les eligieron.

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