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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

BB en Benicàssim

La nueva novela de Manuel Vicent es una celebración de la alegría de contar

Apareció Brigitte Bardot en Benicàssim en agosto de 1953, entre los veraneantes del hotel Voramar, y tenía 19 años, aunque pareciera la adolescente perpetua que casi siempre iba a ser. Fue la atracción erótica de aquel verano, cuando se ofrecía para rodar gratis alguna escena en la película que se rodaba en el Voramar, una pesada, "loca por el cine", según sus padres, o así lo cuenta Manuel Vicent en su feliz León de ojos verdes, nuevo capítulo de esas novelas suyas que no se atreven a llamarse autobiografías. Le faltaban a Bardot tres años para convertirse en la estrella de Europa con Y Dios creó a la mujer, de Roger Vadim, pero en Benicàssim ya esperaba a un tal Roger, de París, director cinematográfico, una fantasmada de la niña, en opinión de los huéspedes del hotel. El narrador, Manuel, que en el 53 tuvo los mismos 17 años del Vicent de entonces, descubrió en Brigitte la belleza de la independencia, la amoralidad de la inocencia sólo accesible a quien no pertenece a la ley de la tribu.

León de ojos verdes

Manuel Vicent

Alfaguara. Madrid, 2008

198 páginas. 18 euros

Más información
Primer capítulo de 'León de ojos verdes', de Manuel Vicent

El cuentista que narra su vida, Manuel, anda "envuelto en una maraña de dudas acerca de su personalidad". Sufre ataques de tristeza y desconfianza en sí mismo, se reconoce tímido y se muestra valiente, está dejando de creer en Dios y descubriendo una vocación: la de escritor. Está de veraneo por casualidad, cuidador de su tío Benjamín, que se cayó del caballo en una fiesta taurina sevillana y convalece en el Voramar: las circunstancias le valen a Vicent para caracterizar y caricaturizar a sus personajes. Manuel acompaña a su tío de noche al aseo y de día a baños de algas y barro en un sanatorio vecino. Pacientes en silla de ruedas, artríticos, asmáticos, tuberculosos y poliomielíticos bajan de su montaña mágica a la terraza del hotel cada tarde, a la espera de la milagrosa excursión anual a Lourdes. Ocupan en 1953 el sitio que, durante la guerra de 1936, albergó a milicianos y brigadistas internacionales heridos. Sobre estos contrastes se levanta León de ojos verdes: la Nueva Ola de Bardot pasa en biquini sobre la áspera España de 1953 y es frenada por la Guardia Civil, y enfermos incurables y acomodados toman el puesto de los héroes de la República y la corte de artistas que los visitaron, cantantes de jazz y escritores como Hemingway o Dorothy Parker, la neoyorquina que sedujo para toda la vida al soldado Juanito Ruano, el más guapo del hotel-hospital, historia de tres noches de amor que Manuel oirá de labios del protagonista para contárnosla a nosotros.

El aprendiz de escritor, Manuel, está por casualidad en el mundo del Voramar: intruso curioso, ansioso de instruirse, espía a cara descubierta. Vicent cuenta el deseo de convertirse en contador de cuentos, como si alcanzar la madurez, ser adulto, consistiera en tener algo que contar. El narrador de León de ojos verdes revive de mayor los episodios que aprendió de muchacho: un crimen pasional en el que el asesino, convicto y confeso, quedará impune. El criminal, Richard el Guapo, jugador y millonario por su mujer muerta a tiros, le da y enciende un cigarro rubio una tarde a Manuel, que escribirá la historia según las habladurías que corren entre los veraneantes. En la escalinata del hotel, la cocinera cuenta la tragedia de una recién casada eterna que busca por las cárceles a su marido de un solo día. Muy cerca, un enamorado octogenario lee las cartas que una amante de toda la vida le manda desde las más dispares ciudades del mundo.

El verano de Manuel es un tiempo de transformación, de descubrimiento religioso de los sentidos: el momento de convertir en episodio digno de ser contado cómo Manuel adivinó que san José es su padre, y Rosita, su difunta hermana, el niño Jesús que da la mano al santo carpintero en el altar de la iglesia del pueblo, donación de la familia de Manuel en el fervor nacional idólatra después del triunfo de Franco. La tribu, la clase media del franquismo, brilla en sus vacaciones de 1953, entre el hieratismo playero y los bailes en la piscina, con sus ritos y sus músicas, Jorge Sepúlveda, el trío Los Panchos, Antonio Machín en directo, Juanito Valderrama, la chocolatada con piñata y fiesta final el último día de veraneo. Brigitte Bardot, en biquini, es el presente rechazado, la única que hace reaccionar a las impávidas momias franquistas que toman el sol o celebran con lluvia de ratas el final de temporada, individuos osificados, escleróticos, fijos. Pero Manuel se mueve, mira, oye. Tiene, incluso, el privilegio de vivir algo que podrá ser contado: el enamoramiento, el primer enfrentamiento al mar, el embarcarse en busca de un tesoro en compañía de un coronel retirado y sospechoso de pederastia. Todos miran a BB, y Manuel los mira mientras miran, y mira también a BB, la amiga de los animales.

Practica Manuel Vicent un buen humor materialista, carnal, que nace de la conciencia común de que vivir es agradable y nadie quiere morirse. El mundo perdido de 1953 parece a veces muy próximo, actual o eterno en su retrato de jerarcas del Régimen, "capitanes de empresas cementeras y constructoras (...), presidentes de sociedades estatales, profesionales de la medicina, notarios, registradores de la propiedad", que comparten modas y "la buena conciencia de estar en el mejor de los mundos posibles". La literatura se parece a la sesión de hipnosis a la que, como atracción hotelera, se sometió el joven Manuel en agosto del 53. Cuando contó su viaje submarino en estado hipnótico, robando monstruos y tesoros piratas de la Odisea y las novelas de Salgari, descubrió el gusto por la narración de viva voz y la atención del auditorio: "Me sentía capaz de transformar los hechos reales en imaginarios sin que perdieran la sustancia verídica".

Walter Benjamin dijo una vez que cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo. Manuel Vicent es la alegría contagiosa de tener algo que contar y contarlo magistralmente.

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