La sustancia
Seguir los avatares de la campaña electoral norteamericana no es lo mismo que trabajar, pero resulta igualmente embrutecedor. Cuatro o cinco mensajes escuetos, repetidos sin cesar a lo largo de un año, horadan el encéfalo más consistente. Esa gota a gota verbal que ha caído sobre la base de nuestro cráneo día y noche, pusiéramos el oído donde lo pusiéramos, tiene que haber producido daños de consideración que conviene evaluar cuanto antes. Los términos McBama y Ocain han entrado en nuestras vidas al modo de un mantra que hemos recitado -y todavía- de manera obsesiva. Si a ello se suman las explicaciones inverosímiles sobre la crisis, cuyos orígenes se han revelado tan groseros como simples, se entenderá la postración intelectual de la que somos víctimas. Y no estamos locos porque Dios no quiere.
Pero esto no es vida. Deberíamos recuperar cierta complejidad en nuestras relaciones con el mundo y con nuestros animales domésticos. Del mismo modo que a Zapatero se le pidió que no decepcionara al personal, a Obama se le debería exigir que no fuera simple, ni beato. No seas simple, tío, no seas beato, que ya estás ahí. No te dejes enterrar en dossiers ni en resúmenes de prensa, no permitas que los asesores te aíslen. Lee siquiera a Simenon una o dos tardes al mes. Las elecciones se pueden ganar diciendo bobadas de predicador, de catequista, pero para cambiar el mundo hace falta un motor de cuatro tiempos. Mira la que ha armado Bush por ser tonto antes y después del parto. Lo más urgente, de momento, es la recuperación del matiz, del tono, de la coloración, aspectos que creíamos olvidados o perdidos. Habría que poner de moda la finura en el argumento, la precisión en la idea, el ingenio en el debate. Compensemos pues las pérdidas del producto interior bruto con el ingreso en una instancia, con perdón, más filosófica.
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