Nunca más negros
"Yes, we did!" era el grito de euforia durante la madrugada del 5 de noviembre en las calles de las principales ciudades de EE UU. En la 16 street con la calle U, casi en pleno centro de Washington y uno de los barrios afroamericanos por excelencia, la muchedumbre que celebraba la victoria de Barack Obama de manera espontánea -algo poco usual para la tradición política del país- hacía chocar las palmas de las manos y se sostenía brazo con brazo para reforzar el mensaje: sí, lo hicimos, somos hermanos de un solo pueblo. Es decir, somos negros. Más aún: somos como Obama entiende que somos los negros en EE UU al iniciarse un nuevo ciclo histórico. Somos negros que nunca más serán negros.
¿Es éste el significado al menos simbólico de la victoria de Obama? En parte sí, aunque la propuesta haya seguido un largo y tortuoso camino para llegar a los resultados que la elección otorgó, como por ejemplo el mayoritario apoyo hispano hacia su candidatura o el de la casi nula importancia que el electorado dio a la cuestión racial a la hora de emitir su voto. Dicho esto, ¿a quiénes entonces les pareció relevante el color de la piel del candidato? Sin duda, y en primer lugar, al reverendo Jeremiah Wright, protagonista del capítulo más complejo al que se enfrentó Obama en las primarias. Y sin duda también, aunque de manera natural en su caso, para Sarah Palin, quien contra el pensamiento político del propio McCain, hizo suya la postura más conservadora de los wasp people (blancos, anglosajones y protestantes): buscar y encontrar la salvación en el énfasis individual y hacer de la cultura protestante su barca de Noé. Es decir, situarse en los opuestos de la identidad colectiva que el reverendo Wright elevaba a los cielos durante sus prédicas incendiarias de los domingos, donde el pueblo lo era todo y el individuo, nada. Resulta curioso y revelador comprobar que, entre ambos extremos, la victoria de Obama se alzó como un paradigma de pragmatismo político y una vía de superación efectiva de las divisiones que han fracturado a la sociedad estadounidense desde hace casi medio siglo, cuando en los años 60 la lucha por los derechos civiles terminó en asesinato, magnicidio y odio interracial.
Al respecto, en un reciente análisis poselectoral publicado en The Washington Post, David Broder hizo ver la diferencia generacional que distanciaba a Obama de líderes demócratas como Bill Clinton y Al Gore, criados en los tiempos de la guerra de Vietnam como "miembros de una generación que nunca resolvió sus diferencias y se mantiene hasta hoy combatiendo por las viejas batallas". Frente a este panorama, la opción de Obama aparece como una página genuinamente distinta, argumenta Broder, cuestión que no habría ocurrido en caso de que la nominada y elegida hubiese sido Hillary Clinton. Si lo anterior es indesmentible, con tanto mayor razón lo es para la comunidad afroamericana, que no sin motivo vio en el liderazgo de Obama la superación del radicalismo del reverendo Wright y del aislacionismo político al que la llevó la retórica de dirigentes como Jesse Jackson.
"Nunca he sido tan inocente como para pensar que podemos ir más allá de nuestras divisiones raciales a través del simple hecho de una elección presidencial o de una candidatura", advirtió Obama en su célebre discurso del National Constitution Center de Filadelfia, en marzo y cuando la polémica con el reverendo Wright amenazaba con convertirse en un desastre político. Decidido a enfrentar las críticas por su vínculo con el pastor, el entonces candidato demócrata no sólo aclaró sus relaciones con Wright sino que aprovechó la instancia para explicitar la singularidad de su propuesta a los demócratas y a la nación: los negros, junto con los asiáticos, los hispanos, los blancos, los viejos y los niños, los gay y las mujeres, eran todos parte de un solo pueblo, y el hecho de que él estuviese compitiendo por la nominación a presidente era la prueba al canto de lo que decía. Con ello, Obama denunciaba la prédica Wright no como algo demoníaco (cuestión que lo habría instalado de inmediato a él mismo bajo el foco de la hipocresía y el oportunismo), sino como una tesis simplemente equivocada desde el punto de la vista de la moral: la comunidad afroamericana no era la única y sola depositaria del pueblo, sino que esa identidad colectiva se hallaba repartida como el pan en cada uno de los habitantes de Norteamérica.
Para una comunidad que por décadas había cifrado su orgullo e iniciativa en la misma diferencia que había motivado su segregación original, la convocatoria de Obama a incluir las diferentes identidades en la marca de un solo pueblo fue caracterizada de histórica por los propios republicanos. De hecho, criticaba a su propia comunidad de color por los males del racismo. Está visto que su llamamiento caló hondo en las nuevas generaciones de negros, blancos e hispanos, que acudieron en masa a entregar un veredicto sobre ellos mismos: nunca más negros, ni blancos ni hispanos si Obama triunfaba. Al menos no en esa noche de euforia en la calle U, con el brazo del otro tomado un segundo más de lo acostumbrado.
Roberto Brodsky, periodista y escritor chileno, reside en Washington
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