Metamorfosis de un barrio
¿Recuerdan la época en que el Macba era un solar en construcción, que cruzábamos por las noches vigilando por encima del hombro, por si a alguno de los yonquis que pululaban por los aledaños se le ocurría atracarnos? Yo me acuerdo, porque fue entonces cuando me trasladé al barrio, acabados los fastos del 92, cuando los paquistaníes empezaban a instalarse en la zona oeste del Raval, aunque aún no se había convertido en una sucursal de Karachi donde no se puede encontrar jamón. Por aquel entonces, entre los pakis surgía también un sinfín de locales de tatuajes y piercings.
Mucho han cambiado las cosas. Para empezar, es imposible tener miedo al volver a casa de madrugada porque siempre circulan por el barrio brigadillas de Erasmus en diversos estados de embriaguez: es cierto que pueden llegar a ser pesadísimos, y que cantan, chillan, orinan y vomitan, pero no muerden. Lo más agresivo que hacen es atropellarte con sus bicis cuando vas por la acera. En cuanto a los locales de tatuajes, desaparecieron hace años y los locutorios y las tiendas de todo a cien los han sustituido.
Tantas transformaciones podían haber acabado con nuestra salud mental; por suerte, hay cosas que permanecen: en el Raval siempre hay putas y obras. Cambian de esquina, pero siguen en el barrio. Acabados el Macba y el CCCB, las excavadoras arrasaron varias manzanas para construir la Rambla del Raval, y ahora que se han acabado las obras magnas, los albañiles revientan y vuelven a tapar regularmente aceras sin que la mayor parte de las veces se sepa por qué.
Pero volvamos a los comercios. Si la mayor parte de las tiendas del oeste y el sur del Raval son colmados de paquistaníes (todos ellos tan clónicos que parecen franquicias), en el este, que siempre fue más pijo, la situación es otra. A la sombra del Macba y el CCCB, una serie de galerías de arte y de colectivos artístico-culturales empezaron a poblar la zona, de lo que se deducía que había hambre de arte y de agitación cultural. Ahora, sin embargo, alguna de estas galerías ha cerrado y su lugar lo ocupan tiendas megapijas de ropa vintage, zapaterías y restaurantes en su mayor parte clónicos y pretenciosos, con luces imposibles.
Pero lo que hace furor son las tiendas que ofrecen productos con certificado ecológico que nos garantiza que cuanto compremos no tendrá pesticidas, herbicidas ni aceleradores del crecimiento. En la calle del Doctor Dou hay dos, situadas una frente a la otra. Una se llama Veritas y proclama que sólo vende alimentos de verdad. Admito que, tras haber buscado en vano durante años la verdad, el camino y la luz, entré en este comercio llena de esperanza. Pero una terrible decepción me aguardaba allí: a punto estaba de llevarme un muslo de pollo, más ecológico imposible y primorosamente envasado al vacío, cuando miro el precio: ¡7,55 euros! Sospechando un error, examino un paquete con una pechuga: el precio es 10,24 euros. Salgo de la tienda sin pollo y deprimida, sintiéndome carne de falsificaciones. Para consolarme, entro en la panadería de enfrente, que ofrece pan como el de antes... ¡ecológico! Maravillada, observo los preciosos panes: de espelta, kamut, centeno, jengibre y no sé qué alga de grandes virtudes salutíferas, todo sin aditivos. Elijo un pan redondo, bonito como él solo, y al pagar tengo que hacerme repetir dos veces el precio hasta que comprendo que son 12 euros. Al verme la cara, la vendedora me dice que, si quiero, puedo llevarme medio. Se nota que la chica está hecha a estas situaciones. Asiento y me llevo medio pan por 5,90 euros. Cuando salgo, sé con absoluta certeza que, por ilusión que me haga ser ecologista, no puedo permitírmelo. Y trato de adivinar cuál será la siguiente metamorfosis del barrio.
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