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Una fórmula de compromiso

Asistí hace pocas semanas a la apertura de curso de las universidades de Madrid, celebrada esta vez en la Complutense. Una parte de la ceremonia estuvo dedicada, como es habitual, a la toma de posesión de los nuevos catedráticos y profesores titulares. Al tratarse de la universidad más grande del país, afectaba a un número importante de docentes. Me preparé, pues, a ser testigo de un gran número de renuncias, más o menos voluntarias, a un derecho fundamental: el que afirma, con rotundidad -y con escaso éxito, al menos a estos efectos- que "nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias" (artículo 16.2 de la Constitución).

Y es que la toma de posesión de todos nuestros cargos públicos y altos funcionarios se realiza con un ritual, ideado en la transición y de aparente neutralidad, en la que se presenta ante ellos una Biblia y una Constitución -en ocasiones, pero sólo en ocasiones, el escenario se empeora notablemente situando entre ambos textos, un crucifijo- y se les ofrece la alternativa entre pronunciar la palabra "juro" al mismo tiempo que posan su mano en el texto de las Sagradas Escrituras, lo que constituiría un compromiso religioso de cumplir las obligaciones de su cargo, o utilizar la palabra "prometo" sobre nuestra norma fundamental, para cumplimentar, con una fórmula civil, exactamente lo mismo.

La Complutense ha dado con la solución para que nadie deba hacer públicas sus creencias religiosas

Ni siquiera se prevé la posibilidad de que sea, al mismo tiempo, ferviente creyente y ardoroso partidario de nuestra Constitución, que los hay, y, mucho menos, que el funcionario de un país en el que "ninguna confesión tendrá carácter estatal" (artículo 16.3) pueda tener una religión que utilice como texto sagrado otra cosa que no sea la Biblia, de manera que, por ejemplo, un funcionario musulmán probablemente opte por la versión laica, como alternativa menos lesiva de su libertad.

Me dispuse a asistir a un acto insólito: la renuncia de decenas de personas de alto nivel intelectual, todos ellos doctores en sus respectivas disciplinas, a uno de los derechos fundacionales del Estado constitucional. Lo hice con una curiosidad muy extendida, a medio camino entre la sociología y el cotilleo: saber, aproximadamente, qué tanto por ciento de nuestros profesores declaraban públicamente su catolicismo o laicidad. El país entero tuvo ocasión de hacerlo hace unos meses cuando el presidente del Gobierno y los ministros tomaron posesión ante el Rey.

Hasta donde tengo conocimiento, nuestro Tribunal Constitucional no se ha ocupado nunca de este concreto aspecto de la libertad ideológica o religiosa, pero sí lo ha hecho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en un reciente caso (Alexandridis contra Grecia, de 21 de febrero de 2008).

El señor Alexandridis es un abogado que, en el momento de iniciar su actividad profesional, debe prestar juramento ante el Tribunal de Primera Instancia de Atenas. Dado que Grecia tiene constitucionalmente reconocido (artículo 3) que en el país existe una "religión prevalente" se le ofrece una Biblia ortodoxa. Se niega a hacerlo y pide realizar una promesa solemne no religiosa, lo que le es inmediatamente concedido por el Tribunal. Sin embargo, el señor Alexandridis, cuya futura carrera quizá sea conveniente seguir, considera que ha sido forzado a declarar que no era de religión ortodoxa, vulnerando sus derechos constitucionales.

Su pretensión no tiene amparo ante los tribunales helénicos, pero el Tribunal Europeo de Derechos Humanos considera que el procedimiento griego de prestación de juramento se basa en la presunción de que los abogados, y en general todos los funcionarios son cristianos ortodoxos y desean prestar el juramento religioso, de manera que el recurrente fue obligado a declarar que no lo era, y por tanto a revelar sus creencias. Por ello declara, por unanimidad, que se ha vulnerado su libertad de pensamiento, conciencia y religión prevista en el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Soy consciente de que la doctrina no es exactamente aplicable a la toma de posesión de nuestros cargos y funcionarios públicos, pero añade serias dudas adicionales a la corrección de nuestra práctica, y pone de manifiesto la necesidad de modificar la fórmula.

Por eso me pareció una idea particularmente adecuada la empleada en la Universidad Complutense. Al comenzar el acto, el rector anunció que uno de los nuevos profesores iba a prestar en nombre de todos ellos la "fórmula de compromiso" y leyó un texto exquisitamente neutral, al que, uno a uno, fueron adhiriéndose docentes de las más variadas especialidades, y, supongo, ideologías y creencias que no desvelaron, pronunciando sencillamente "me comprometo" y sin otro texto por testigo que aquel al que todos los españoles debemos nuestras libertades, incluida la de profesar cualquier religión o ninguna.

Una vez más las buenas ideas provienen del campo universitario, y bien harían los poderes públicos en copiar la fórmula complutense. No teman, no habrá problema alguno de propiedad intelectual; al contrario, será otra de las aportaciones con la que las universidades públicas tratamos de devolver a la sociedad parte de los recursos que invierte en nosotros.

Pablo Santolaya es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Alcalá.

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