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Columna
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IPC

Tras los numerosos casos de corrupción urbanística expuestos a la luz pública en las últimas semanas todo el mundo tiene derecho a preguntarse si ello es una muestra más de la diligencia con que actúa el Estado de derecho, cortando de raíz las conductas irregulares cuando estas existen, o si por el contrario se trata únicamente de un conjunto de actuaciones ejemplarizantes que, como ocurre con los decomisos de droga, no hacen sino sugerir la enormidad del desaguisado que se esconde bajo la superficie convulsa del decorado sociológico español. Efectivamente, el mundo tiene derecho a preguntárselo, pero ya les anticipo que la respuesta encaja mucho mejor en este segundo supuesto que en el primero. ¿Por qué estoy tan seguro de ello? Bueno, podría decir que, aun no teniendo pruebas fehacientes del delito, intuyo que algo gordo ha tenido que haber en medio de la locura inmobiliaria y urbanística que hemos sufrido en estos últimos años, y que viene a añadirse a la ya tradicional tendencia a la chapuza y el cambalache propia de la idiosincrasia hispana.

Sin embargo, en mi condición de científico (modesto, pero científico al fin y al cabo), suelo fiarme más de los datos y de los índices que de las opiniones basadas en meras intuiciones personales. Por ejemplo, yo soy de los pocos que piensan que la llamada cesta de la compra sube realmente lo que dice el IPC que sube, a pesar del escepticismo del público reflejado en esas entrevistas a pie de calle que hacen los reporteros de televisión en los mercados preguntando a una señora que pasaba por allí cual es su sincera opinión sobre la subida de precios (que, naturalmente, siempre cree que es mucho mayor que la reflejada por aquél)

Pues bien, este asunto de la corrupción también tiene su índice. Se llama Índice de Percepción de la Corrupción (de nuevo ¡IPC!), lo elabora la prestigiosa organización sin ánimo de lucro Transparency Internacional, tiene carácter anual y se realiza en 173 países. Sin entrar en detalles sobre la metodología utilizada (discutible, pero siempre la misma) el IPC tiene la ventaja de permitirnos medir y comparar la evolución de los diversos niveles de corrupción acumulados por los países que lo conforman.

La pregunta es ¿habrá recogido el IPC el efecto colateral derivado de la reciente expansión inmobiliaria? No hace falta que dediquen mucho tiempo a ello. Como era de esperar España ha mejorado notablemente su posición en el ranking mundial de la corrupción, retrocediendo seis puestos en el escalafón, desde el 22, en 2004, hasta el 28, en 2008. Y ahí está ella ahora, junto a Qatar y las Islas San Vicente y Granadinas, por debajo de Estonia y Eslovenia, y cada vez más alejada (para peor) de Chile y Uruguay, por poner solo algunos ejemplos significativos.

Conclusión: la enorme expansión del ladrillo y el cemento a lo largo de nuestras ciudades y costas, que tantas alegrías pecuniarias nos ha proporcionado en el pasado reciente, ha tenido un coste más que notable en términos de extensión de las prácticas corruptas ligadas a aquellas administraciones que en la práctica tienen la capacidad de decidir, por ejemplo, sobre lo que puede o no puede edificarse (generalmente ayuntamientos y administraciones autonómicas). Y esto ya no es una mera intuición, sino una constatación científica.

Queda claro así que los casos que han aparecido recientemente no son más que la punta del iceberg de los innumerables chanchullos que han tenido lugar en los diversos territorios patrios, convertidos, por mor del desmadre especulativo, en simples solares en expectativa de destino. Que Dios nos asista.

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