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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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La revolución de los VIP

Elvira Lindo

Nadie me creyó. "Estamos en la era de la revolución de los privilegiados". Lo dije, y nadie me creyó (o a lo mejor es que nadie me leyó, o que lo que yo digo se olvida fácilmente). Recuerdo a la perfección el día en que viví esta especie de epifanía ideológica: fue en febrero de 2003, en la manifestación contra la guerra de Irak. Caminábamos por el paseo del Prado hacia la Puerta del Sol. Medio Madrid estaba allí. Incluso, imagino, votantes del PP, dado que las encuestas nos dijeron que el noventa y tantos por ciento de la población española torció el gesto cuando Aznar nos implicó en esa guerra por su santa voluntad. No era la primera vez que yo pisaba, reivindicativamente hablando, ese paseo querido que, gracias a la crisis ("gracias, crisis"), el Ayuntamiento de esta ciudad no va a tocar de momento; pero sí era la primera ocasión en que lo hacía dentro de un corralito de VIP compuesto por gentes célebres de una u otra profesión. Era extraño. Personalmente, hubiera considerado más honesto incorporarme a la manifestación en cualquiera de sus tramos, unirme a la riada de gente, ser cualquiera. Pero confieso que también tuve en cuenta otra consideración: si no estaba en el corralito, a los ojos de cierta gente, sería como si no hubiera estado, es decir, como si no quisiera manifestarme en contra de esa guerra. ¿No es, en el fondo, perverso? Se cuenta que no se supo que Samuel Beckett había donado el Premio Nobel de Literatura a obras benéficas hasta después de su muerte. ¿No es ésta una muestra más real de generosidad que aquella que sirve para hacer alarde? El caso es que estar entre los manifestantes privilegiados era una situación nueva para mí (exceptuando algunas manifestaciones contra el terrorismo, pero ahí, amigo, no se vivía el corralito como un privilegio), y eso me hizo acordarme de lo lejos que quedaban los grandes Primeros de Mayo, donde los Cándidos y Fidalgos de otras épocas hacían temblar a los Gobiernos y los Cuevas de turno. La crisis, ésta de ahora, ha refrendado mi teoría: la lucha obrera se diluye y es sustituida por grupos de presión o por ciertos gremios influyentes, organizados y que dan más juego a los medios de comunicación (importante). En estos días no paro de ver en los telediarios, por ejemplo, cómo afrontan la crisis las cocinas de los grandes restaurantes para rebajar el menú a los altos ejecutivos. No es de extrañar, porque debe ser ésta una problemática que está en la calle. Tal vez los sindicatos, mirando por su supervivencia, deberían centrarse en este tipo de grupos mucho más mediáticos y con gran capacidad de presión. Cocineros, financieros, actores y arquitectos internacionales. Escritores, no, porque los escritores van por libre (a pesar de ciertas capillas), son alérgicos al gremialismo. Pero, ay, los arquitectos. Alguien debería preocuparse, Cándido o Fidalgo, tanto da, de la repercusión que puede tener la crisis en los encargos que a diario reciban Jean Nouvel, Calatrava, Gehry, Foster y un corto etcétera. No me gustaría que la crisis del sector de la construcción detuviera ninguno de los museos, puentes, teatros nacionales o periféricos en los que tantos de nuestros alcaldes han puesto toda su ilusión y nuestro dinero. Lo pensé el otro día cuando de visita por Valencia me di un garbeo por el antiguo cauce del río Turia y llegué a ese gran sueño de Rita hecho realidad, que es el parque temático de Calatrava. Sentí una especie de confusión espacial. En estos años en que mi trabajo me ha llevado a viajar por el mundo, de Bilbao a Buenos Aires pasando por Venecia, he encontrado hasta en el último confín una impronta calatravesca. Incluso en Jerusalén, donde no hay río, los israelíes se las ingeniaron para tener un arpa calatraveña por donde pasa un tren. Más extraño aún fue ver un Guggenheim en miniatura de Gehry en mitad de un bosque americano. En el pasado, cuando yo era irónica, hacía comentarios incisivos al respecto, hasta que me di cuenta de que, por un lado, muchos paisanos entienden que tales edificios sirven para atraer al turismo, y, por otro, los arquitectos, tienden a defenderse unos a otros, tal vez con la única pretensión de que el profano se sienta un imbécil. El gremio reacciona con el mismo reflejo defensivo de las familias: sólo yo puedo echar pestes de la gente de mi sangre. A todo esto, yo no tengo nada en contra de Calatrava. Ni de nadie. Simplemente, digo, paseaba por el Turia y, al verme inmersa en esa ciudad de las artes y las ciencias sentí que me subía el nivel de calatravismo en la sangre a niveles inaceptables. Nada peor que la acumulación. Toda la magia del modernismo se convertiría en pesadilla si una ciudad entera se hubiera entregado a ese estilo. Por cierto, también visité el barrio del Cabanyal, que tiene hileras de casitas de un modernismo alegre y popular. Con la excusa de que el barrio se ha ido (o lo han ido) degradando, Rita quiere meter allí la excavadora. Si se atreviera, si lo acabara haciendo, le aconsejo que llene el hueco con edificios de grandes estrellas. Los colegas callarán y el pueblo dará palmas, o lo que es lo mismo, su voto. La revolución de los privilegiados. Yo lo dije. Tiren de hemeroteca. -

No paro de ver en los telediarios cómo afrontan la crisis las cocinas de los grandes restaurantes
Los sindicatos deberían preocuparse del descenso de los encargos que reciban Calatrava o Gehry
El arquitecto Norman Foster se pasea el 22 febrero de 2002 por su puente del Milenio, en Londres.
El arquitecto Norman Foster se pasea el 22 febrero de 2002 por su puente del Milenio, en Londres.FOTO: REUTERS

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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