Lujo y vileza
La primera vez que pisé el Área de Presidencia de la Xunta en San Caetano fue en noviembre de 2005. Me había convocado allí, en su despacho, Aurelio Romero, entonces director general del Gabinete del Presidente, para hablar sobre mi posible incorporación a ese departamento. Debo decir que ya en aquel momento me sorprendió la irracional opulencia del espacio en el que fui recibido. Aquel despacho debía de medir cerca de 70 metros y estaba aderezado con ese lujo un poco kitsch, carero y medio pelo que caracterizaba irremediablemente los despachos oficiales que pude visitar durante la era Fraga. Más que el lugar de trabajo del responsable de un gabinete presidencial, aquello parecía el despacho de un empingorotado promotor de pueblo a punto de dar el siguiente pelotazo inmobiliario. Pero, dejando al margen las nunca despreciables -por sintomáticas- cuestiones estéticas, lo más llamativo era el contraste entre la innecesaria amplitud del despacho del alto cargo y el espacio destinado a la clase de tropa, es decir, a los funcionarios y a los trabajadores, obligados a apiñarse de modo más que precario en un angosto pasillo que servía también como barrera y salvaguarda del santuario del prócer.
Ni siquiera el miedo a la derrota debería llegar a ser nunca salvoconducto para la vileza
Recuerdo que le hice al director general un comentario cautelosamente exploratorio sobre el asunto, al que él respondió informándome sobre una próxima reforma de aquella Área de Presidencia, con vistas a hacerla más funcional y razonable. Y, en efecto, al poco tiempo aparecieron por allí los obreros y se pusieron a reedificar aquel lugar imposible. Cuando, unos meses después, el Gabinete del Presidente, del que yo ya formaba parte, procedió a instalarse en la remozada área presidencial de San Caetano, con lo que me encontré fue con que los 60 o 70 metros del despacho-piso del director general habían sido subdivididos en una sucesión de pequeños lugares de trabajo (alrededor de nueve metros tenía el mío) de los que había desaparecido toda huella de la rancia ostentación anterior. Y, por supuesto, de su ineficiente distribución: donde antes trabajaba uno, ahora lo hacíamos nueve, incluido el director general del Gabinete, los asesores (tres) y el personal administrativo.
Las obras ejecutadas en las restantes plantas del área de Presidencia fueron llevadas a cabo bajo criterios similares. Y así, el despacho del secretario general de la Presidencia de la Xunta, situado en el piso superior a aquel en el que yo prestaba mis servicios, es ahora un discreto cuarto de trabajo de dimensiones estrictamente funcionales, como podrían atestiguar las personas que alguna vez lo han visitado. El despacho oficial del presidente de la Xunta es, evidentemente, más amplio. Pero está igualmente desterrado de esa estancia aquel lujo innecesario, feo e incluso un poco catetoide que era marca de la casa en los despachos de los mandamases del PP. Es, por otra parte, un despacho que cumple funciones principalmente representativas, pues el presidente trabaja en Monte Pío, en un despacho sin lujos de ningún tipo que debe de medir alrededor de 20 metros.
A este testimonio personal y vivido, quiero añadir otro del mismo cariz: conozco a Emilio Pérez Touriño desde hace bastante tiempo, trabajé durante tres años en su Gabinete y puedo asegurar que será difícil que en el futuro Galicia llegue a tener un Presidente más indiferente al lujo. Es una cuestión de carácter, de trayectoria personal y también de convicciones, de gusto y de sensibilidad. Llevan razón quienes dicen que no va a ser sencillo avistar a Touriño cazando corzos con marqueses y banqueros. Y es probable que uno de los sectores de la sociedad gallega más descontentos con la manera que tiene Touriño de acometer el trabajo presidencial sea el de los restauradores de alto copete de Santiago de Compostela, sin duda añorantes de los old good times peperos.
El intento del PP de fabricar una imagen de un Touriño derrochador y amante del lujo debería estar condenado, por razones de salud pública, al más rotundo fracaso. Es una campaña corrupta. No sólo porque sea uno de esos ataques insidiosos e innobles que traspasan las barreras de cualquier conducta política y personal admisible, sino también, y sobre todo, porque se basa en la manipulación calculada y en la mentira. Y, lo que es todavía peor, en una mentira consciente y deliberada, como saben perfectamente los señores Rueda y Núñez Feijóo.
Es cierto que este tipo de campañas, centradas en la búsqueda del desprestigio personal, retratan mucho mejor a quien las lanza que a sus víctimas y obedecen casi siempre a los temores de quien las diseña. Suelen ser el último recurso de los políticos que se saben próximos a la derrota. No hay más que fijarse en el duelo Obama-McCain y contemplar las patéticas acusaciones de filoterrorismo que el segundo lanza contra el candidato demócrata. Salvando todas las distancias, algo similar está ocurriendo estos días en Galicia: sólo varía el pretexto, no la falsedad deliberada de la acusación ni su contexto electoral. Pero ni siquiera la desesperación, ni siquiera el miedo a la derrota y a estar cuatro años más fuera del poder deberían llegar a convertirse nunca en un salvoconducto para la vileza.
Damián Villalaín, profesor de la escuela de Arte Dramático de Vigo, fue asesor cultural de la Presidencia de la Xunta.
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