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Reportaje:SILLÓN DE OREJAS

Sobre Dios, con el debido respeto

Manuel Rodríguez Rivero

A pesar de Bush aunque, pensándolo bien, quizás gracias a él parece que vuelve Keynes. No es el único que regresa. También lo hace Dios: hasta los buses londinenses van a anunciarlo (negativamente: "Probablemente no hay Dios; deja de preocuparte y disfruta") a costa de su presunto carácter de ente de ficción con el que nos hemos venido engañando los últimos ochocientos mil años. Especialmente desde que el atormentado Iván Karamazov insistiera en la presunción de que, si no existiese, todo estaría permitido (¿acaso se refería anticipadamente al crash capitalista de 2008?). Supongo que a los creativos de la campaña atea (más bien agnóstica: ese "probablemente" deja lugar a dudas) no se les ha ocurrido ilustrar el anuncio con una imagen del (ahora) improbable Ser supremo. Y las hay en abundancia, como demuestra el magnífico libro-regalo navideño (a 149 eurillos de nada) Dieu et ses images, une histoire de l'Eternel dans l'art, del dominico François Boespflug, que acaba de publicar Bayard: más de trescientas muestras de una iconografía imposible en la que el arte del cristianismo (única religión monoteísta que se lo ha permitido) ha sido pródigo. De los retratos de Dios, el que prefiero -además del de Blake, que lo representa como Arquitecto-, es el que lo representa en la Capilla Sixtina creando las plantas, y en el que el Hacedor se muestra de espaldas, en escorzo, y planeando -un estilo que copiaría evos más tarde Superman- sobre un precario Universo en el que todo olía tan a nuevo que "muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". En todo caso, resulta significativo que la aparición de un libro que recopila las representaciones del Irrepresentable coincida con las contemporáneas campanas que se obstinan en tocar a duelo por su (pretendida) muerte: se diría que, después del discurso (ultra) racionalista de Onfray, Dawkins y compañía (modestos epígonos de una tradición que se inicia en los presocráticos), comienza la Operación Nostalgia y Archivo de Dios. Yo, por un atávico temor supersticioso al rayo vengador, voy a callarme: no vaya a ser que Dios lea mal esto, confunda mis intenciones y la emprenda con el mensajero (no sería la primera vez) en otra de sus fulminantes teofanías. Respecto a Keynes, el otro regresado, crucemos dedos para que su célebre receta para combatir el estancamiento a base de promover demanda desde el Estado no termine siendo aplicada por partidarios de lo que se ha llamado military keynesianism, y sea la industria de las armas la que actúe de locomotora. Porque en ese caso, que el Dios de los anuncios -y el de Abraham, de Isaac y de Jacob- nos coja confesados.

Ellas siguen siendo las que sostienen la mitad del cielo, como decía el un punto rijoso Mao Zedong

Mujeres

J. J. Benítez (el de Caballo de Troya), uno de los que se han forrado colocando en alturas cósmicas el listón de la prosa castellana, confiesa en su último libro (De la mano con Frasquito, Granica) que le encantaría que Dios fuera mujer. Los publicitarios (que suelen ganar más que las publicitarias) han decidido que la "condición femenina", incluso en el caso de la señora Palin, supone un plus de prestigio social (ignoro, en todo caso, lo que pensará al respecto el señor McCain el miércoles después del primer lunes de noviembre). No hay duda de que, tras tantos siglos de sumisión al varón, ahora viven su gran momento, al menos en la parte (aún) no islamizada del mundo. Ahí tienen, sin ir más lejos, al profesor Andrew Dalby, que se apunta en La reinvención de Homero (Gredos) a la tesis de que el autor de la Iliada pudo ser una mujer, a cuenta de que su estilo y la profunda comprensión del conflicto de género en Grecia "son claramente femeninos". En todo caso, yo también he solicitado el cambio de sexo, no vaya a perder cuota de (improbables) lectores (epicenamente hablando). Mi única duda es qué tipo de mujer quiero ser, aunque me apresuro a declarar que, ya puestos, prefiero elegir sobre seguro. ¿Mujer amazona y vengativa como las heroínas anti-chica-Bond de Sólo quiero caminar, la película de Agustín Díaz Yanes que no sé qué están esperando para ir a ver? ¿O, más bien, mujer rebelde e intelectualmente sofisticada como las New Women que protagonizan algunos de los relatos de Cuando se abrió la puerta, cuentos de la Nueva Mujer (1882-1914), que acaba de publicar Alba, y cuyos modelos de carne y hueso sembraron el desconcierto entre los convencionales y (generalmente) aburridos (como puso de manifiesto el Drácula de Stoker) varones tardo-victorianos y eduardianos? ¿Una proletaria emancipada, cual abeja obrera de la Kollontai? ¿O una de esas competentes profesionales que ejemplifican la "feminización" del sector editorial (a pesar de que, en general, ganan menos que sus colegas masculinos y escrutan con impaciencia su implacable techo de cristal)? ¡Chicas!, ¡chicas!, ¡chicas!, bramaba Elvis Lapelvis en célebre película (pedorra, pero ¡qué banda sonora!) de Norman Taurog (1962). Ellas siguen siendo las que sostienen la mitad del cielo, como decía el un punto rijoso Mao Zedong. Y, desde luego, casi todo el firmamento de la edición.

Críticos

El segundo requisito de una buena crítica de periódico (no estoy seguro de que lo mismo sea igualmente exigible en una académica) es que el texto que la contiene constituya en sí mismo una (buena) pieza literaria. Lector de crítica desde hace muchos años -aunque cada día con menor entusiasmo, lo que probablemente sea sólo mi culpa- y practicante ocasional de ella (con resultados que nunca me han parecido satisfactorios), soy consciente de la dificultad de encontrar críticas que resulten memorables, que permanezcan durante algún tiempo en la mente del lector, que expliquen y sugieran y eduquen e informen, además de servir de vehículo literario para los sentimientos estéticos de quienes las firman y, a su vez, suscitar el interés del lector. En mi opinión, esa escasez -en la que, sin embargo, brillan excepciones semanales- es una de las causas del déficit de influencia de la crítica (en términos mensurables, como queda patente en las encuestas sobre hábitos de lectura) en el complejo y no siempre funcional sistema de procesamiento de la literatura española. Edmund Wilson (1895-1972) fue uno de los más grandes críticos literarios de la modernidad, aunque él hubiera preferido pasar a la historia más bien por su faceta de escritor "creativo". Aunque algunos de sus libros más importantes -especialmente El castillo de Axel (Planeta, primera edición, 1977) y La herida y el arco (FCE, 1983) ya eran conocidos por los lectores hispánicos-, la Obra selecta ahora editada para Lumen por Aurelio Major (y en la que se incluyen sustanciosas cartas, pero no -y es una pena- fragmentos de sus maravillosos diarios) facilita una nueva perspectiva sobre esa cualidad de árbitro cultural de la que históricamente se han revestido todos los grandes críticos, de Sainte-Beuve a Reich Ranicki. Wilson fue, además de un crítico inteligente e implacable, un prosista de altura dotado de enormes recursos dialécticos y suasorios: la antología de Major refleja perfectamente esos envidiables atributos.

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