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Columna
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Aunque yo no lo sepa

Desde que los radares camuflados controlan con rigor y con puntos la velocidad de los coches, el detector de radares camuflados se ha convertido en un accesorio imprescindible para los conductores profesionales. Sus servicios no sólo ayudan a evitar las sanciones, sino que, además, sugieren una muy conveniente meditación sobre la realidad. Nos creemos dueños de nuestra vida y sus circunstancias con demasiada temeridad, porque con mucha frecuencia desconocemos el terreno que pisamos e, incluso, las dimensiones de nuestra propia existencia.

No sabría contar les veces que he viajado por la carretera entre Granada y Sevilla. Si la naturaleza ofrece metáforas tradicionales sobre lo inconmensurable, como los granos de arena de un desierto o las gotas de agua del mar, la vida cotidiana aporta experiencias difíciles de someter a los cálculos de la memoria. Uno se considera experimentado conocedor de la realidad que media entre Sevilla y Granada. Uno puede alardear de la sabiduría geográfica que permite anticipar el orden de los pueblos y las aldeas, el sentido de los cruces, la situación de las gasolineras y las cafeterías más oportunas. Uno piensa que cruza por un mundo tan familiar como el propio barrio y la propia oficina. Y, sin embargo, cuando nos subimos en un coche con detector de radares, comprobamos de inmediato la existencia de dimensiones desconocidas en los paisajes más familiares. Atención, radar camuflado en la próxima curva, limitación de velocidad, 100 kilómetros por hora. Atención, radar móvil a 500 metros, limitación de velocidad, 120 kilómetros por hora. Atención, radar camuflado en el puente del próximo cruce, limitación velocidad, 80 kilómetros por hora.

La carretera de siempre se convierte en una desconocida, una amiga o enemiga desconocida. Cobran otra significación las llanuras, los edificios, los paisajes, los paneles indicativos, los recuerdos, los pensamientos y las miradas que conforman la realidad. Las costumbres llegan a convertirse en misterios. Más que seguridad, produce inquietud comprobar que hemos pasado mil veces por un camino sin llegar a intuir la existencia de los ojos que nos vigilaba desde las sombras de una curva. Se trata de la misma inquietud que nos produce pensar, cuando salimos a la calle y recorremos una ciudad, que nos han capturado las cámaras secretas de los bancos, los escaparates, los mostradores de las tiendas, las instituciones oficiales y los vagones del metro. Existimos y convivimos con realidades que pasan desapercibidas, y un detector de radares o de cámaras provoca un terremoto en nuestro sentido de la percepción.

No basta con señalar las vidas paralelas de ciudadanos que coinciden en una misma realidad. Hay que tomar conciencia de que cada biografía particular es un conjunto de vidas paralelas, conformado por muchas miradas secretas, por deseos lejanos, por vigilancias desconocidas, por odios inimaginables, por simpatías y amores escondidos. Aunque no lo sepamos, vivimos en la imaginación de los demás, en la mirada de los otros. Vamos recorriendo kilómetros, hacemos el camino cotidiano, y más allá de nuestras preocupaciones, de nuestras capacidades de sospecha, de nuestra voluntad de herir o de agradar, existe una dimensión de rencores, afinidades, agradecimientos y manías ajenas que nos acompaña, nos vigila y rodea nuestra respiración.

Algunos acontecimientos ofrecen un servicio muy semejante al detector de radares camuflados. Sacan a la luz la intensidad de viejas amistades, el apoyo de rostros anónimos, la debilidad de algunas relaciones afectivas que pensábamos más sólidas y los odios enmascarados en las cunetas de la carretera. Y todo forma parte de nuestra vida, que es sueño, pero tal vez un sueño que ha sido soñado por los demás. Atención, hay quien nos ama o nos asesina en sus sueños.

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