Contra el automóvil
En el libro Dues hores de lucidesa, Noam Chomsky dice: "Durante los años 50, el gobierno de los Estados Unidos lanzó uno de los programas de ingeniería social más vastos de todos los tiempos. Se trataba de desmantelar la red de transporte público (el ferrocarril) en beneficio de la carretera y los aviones (...). Fue comprada por tres compañías: General Motors, Firetone y Standard Oil. La desmantelaron para privilegiar el transporte por carretera, con lo cual podían ganar mucho dinero. Fueron acusadas de connivencia ilícita y condenadas a pagar una cantidad ridícula, del orden de cinco mil dólares. Después, el gobierno americano, pretextando intereses de defensa nacional, construyó una red de autopistas (...). Simultáneamente, destruyó las vías de tren y construyó aeropuertos. El resultado fue la creación de un sistema de transporte basado en la lógica industrial en vez de una lógica de servicio público". Y al preguntarle sobre las consecuencias de esta operación, Chomsky contesta: "Consecuencias inmensas, empezando por la decadencia de los centros de las ciudades y el desplazamiento de los habitantes hacia la periferia. Las ciudades ya no tienen centro, la gente vive en los alrededores, donde hay los grandes centros comerciales (...). Este programa gigantesco de ingeniería social, pensado para enriquecer a los constructores de coches, los fabricantes de neumáticos y las compañías petrolíferas, tuvo un impacto terrible en la sociedad, los esquemas de consumo y las relaciones individuales". Sólo añadiendo algunos datos seguramente más radicales, las afirmaciones de Chomsky explican los orígenes mafiosos y las graves consecuencias de la invasión abusiva de automóviles en las ciudades y en los paisajes interurbanos.
Cualquier iniciativa para reducir el tráfico exige mejorar el transporte público de gran alcance, en especial el metro
Un ejemplo escandaloso puede ser Caracas, víctima de los sucesivos populismos gubernamentales. Una enmarañada red de monstruosas autopistas a tres niveles anula cualquier vialidad peatonal, sin ni siquiera aceras donde refugiarse, y soporta los permanentes embotellamientos de coches que no tienen escapatoria hacia una red menos especializada. Y mientras tanto, el Gobierno promueve con incentivos alocados la compra de automóviles y ofrece gasolina prácticamente gratis. Del transporte público de gran alcance se habla sólo como una lejana utopía. Una ciudad dividida en dos especies antiurbanas: los terribles tugurios y unos pretendidos centros sepultados bajo unas autopistas que sustentan el perpetuo colapso. Una ciudad en la que no se puede andar, no sólo por temor a la delincuencia, sino porque ya no quedan calles utilizables.
Las ciudades europeas funcionan mejor, pero, a pesar de ello, se ven presionadas por los ciudadanos, que reclaman soluciones de urgencia, casi siempre tan ingenuas como la simple ampliación de espacios vehiculares sin prever las congestiones que puedan producir. En Barcelona se resiste discretamente el envite del populismo. Hay que reconocer que el municipio se ha esforzado en reducir o controlar los espacios vehiculares exclusivos, aumentando aceras y eliminando carriles en algunos puntos significativos con resultados plausibles. La oferta y demanda de espacio vehicular funciona de manera especial. Si en un punto de tráfico demasiado denso se aumenta el espacio, acudirán más coches y la densidad será la misma. Si se quiere reducir esa acumulación, hay que poner dificultades disuasorias a los vehículos y, sobre todo, darles menos espacio, civilizarlos para que convivan y no destruyan la ciudad. En la década de 1980 ya se derribaron en Barcelona dos autopistas elevadas y ahora veo otros programas en este mismo sentido. Los cinturones se construyeron con dimensiones mínimas para reducir la entrada de coches en la ciudad. Un cinturón con más carriles habría colapsado algunos barrios. Hay que conformarse: en una ciudad grande y densa -dos cualidades específicamente urbanas- hay que contener en el tráfico -hacerlo incómodo, pero todavía útil para el coche- si no se quiere colapsarla.
Esta actitud es difícil de mantener con radicalidad ante las contradicciones habituales entre las urgencias y la planificación. Los aparcamientos pueden ser un buen ejemplo. En zonas densas facilitan el uso del coche y, por tanto, favorecen su excesiva acumulación. Pero, en cambio, bien dimensionados y bien situados, son indispensables para una mínima supervivencia, indispensable en muchos casos. Por tanto, hay que cifrar correctamente esos mínimos y no dejarse llevar por el optimismo funcional inmediato.
En la nueva terminal del aeropuerto de El Prat parece que se construye un aparcamiento inmenso de no sé cuántos miles de plazas y que, en cambio, todavía se discute -con augurios no muy esperanzadores- sobre la interconexión directa con el metro, el tren y la alta velocidad. Es decir, se prevé una prioridad del transporte privado sobre el público que puede tener un impacto negativo en los esquemas de consumo de la ciudad, como decía Chomsky. Un mal ejemplo y una mala lección. Nadie se preocupará en cambiar esa prioridad porque, según parece, los ingresos más cuantiosos de AENA provienen de la explotación del centro comercial y de los aparcamientos. También aquí se está creando un sistema "basado en una lógica industrial en vez de una lógica de servicio público".
Pero la mayor contradicción está en que cualquiera de estas decisiones para reducir o civilizar el tráfico exige otra decisión previa: la mejora y la eficacia responsable de un sistema de transporte público de gran alcance, especialmente el metro y sus variantes con autonomía de trazado. Y eso es lo difícil, especialmente en Barcelona, donde los déficit son evidentes. Pero es indispensable porque hemos llegado al límite. Ya no se puede seguir civilizando el coche si no se ofrece una alternativa que acoja a los que se habrán declarado no usuarios por respeto al orden y el bienestar de la colectividad.
Oriol Bohigas es arquitecto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.