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Reportaje:ESCAPADAS

Un decorado de hace 1929 años

Pompeya ofrece la visión de un pueblo fantasma y recuerda su vida cotidiana antes de ser sepultada por la erupción del Vesubio

Pompeya, 24 de agosto del año 79 de nuestra era. Los señores beben vino en las tabernas de la ciudad mientras sellan sus negocios de telas y de esclavos; los gladiadores se entrenan detrás del teatro grande, el lupanar trabaja a destajo, y en las casas y en los templos los artesanos se afanan en restaurar los daños aún visibles del terremoto de hace 17 años. Poco después del mediodía y después de un prolegómeno de temblores y filtraciones de gases, un monte cercano -que hasta entonces nadie sabía que se trataba de un volcán, el Vesubio- explota en pedazos, dejando escapar una columna de humo y fuego que asciende a más de 20 kilómetros de altura. Una hora después se inicia la caída de cenizas y piedrecillas ligeras venidas desde un cielo negro como la noche.

Guía

Cómo ir

» Iberia (www.iberia.com; 902 400 500) tiene vuelos directos entre Madrid y Nápoles, a partir de 236,34 euros, tasas y suplementos.

» Clickair (www.clickair.com; 902 25 42 52) tiene vuelos directos entre Barcelona y Nápoles, desde 85 euros, más tasas y suplementos.

» Pompeya está a una media hora de Napolés en tren (www.vesuviana.it). El billete cuesta 2,30 euros.

Información

» Las ruinas abren todos los días de noviembre a marzo, de 8.30 a 17.00. De abril a octubre, el horario es de 8.30 a 19.00. La oficina (00 39 08 18 57 53 47) deja de vender entradas una hora y media antes del cierre.

» Superintendencia arqueológica de Nápoles

(www.pompeiisites.org; 00 39 081 857 51 11). Villa dei Misteri, 2.» www.pompeiturismo.it.

» Agencia italiana para el turismo

(www.italiaturismo.es).

Pompeya llevaba para entonces casi cien años de dominación romana. Se trataba de una ciudad comercial próspera, sobre todo durante su último siglo de vida. En ese tiempo de dilatada paz, numerosos ricos la eligieron como lugar de reposo y construyeron allí enormes villas. Las condiciones de conservación a las que la tragedia condujo son tales, que aún pueden observarse con una nitidez y un colorido asombrosos los maravillosos frescos que decoran las paredes de los salones. Las calles se encuentran intactas, y el visitante puede recorrerlas a lo largo y a lo ancho, con las fachadas de las viviendas acompañando el paseo.

Mezcla de decorado de cine y de pueblo fantasma, resulta impresionante caminar por allí. Con muy poco esfuerzo, la imaginación se traslada a la vida cotidiana de hace dos mil años, y pronto se comprende que eran más las similitudes que las diferencias. Aquellas formas abstractas que creímos intuir un día en los libros de texto cobran en un momento sus dimensiones reales. Las altas veredas que servían para el tránsito de peatones -al no existir un sistema de alcantarillado, los desperdicios eran arrojados directamente a la calle- continúan sirviendo a los viandantes de hoy.

Opulencia y prostitución

En cada esquina, a modo de paso de cebra, gruesas piedras comunican una acera con la otra, dejando espacio entre ellas para las ruedas de los carruajes. Un perro pasa distraído, se cuela en una de las tabernas y se recuesta allí, a la sombra del portal. Lo sigo, me asomo al interior y apoyo los codos en la barra. Sí, hay una barra; es de mármol y conserva intactas las hendiduras en las que se ofrecían los productos comestibles. Casi me parece que, con un poco de paciencia, conseguiré que el tabernero salga y me atienda.

Hacia las seis de la tarde de aquel fatídico día, la acumulación de material volcánico empezó a hundir los primeros techos. La gente comenzó a huir entre gases y cenizas. Muchos quedaron atrapados en el interior de las casas. Eran villas regias con amplios jardines que daban la sensación de trasladar la campiña al centro de la urbe. El agua de lluvia recogida en fuentes, y unida a la que distribuía el acueducto central, alimentaba todo el sistema fluvial de la vivienda, que solía tener albercas en el jardín y, en algunos casos, baños privados con salas de agua fría y caliente. Además de los residentes, y debido a su incesante actividad comercial, Pompeya era visitada por innumerables viajeros que hallaban allí la oportunidad de hacer negocios y divertirse. Decenas de tabernas les daban de comer y beber, había establecimientos donde podían alojarse y, si bien existía un solo local construido con ese fin específico, la prostitución se ejercía en numerosos sitios. Llama la atención la insistente representación de escenas sexuales explícitas en el arte de las casas y lugares públicos, como si hubiera habido muy poco que esconder.

Pompeya tenía dos teatros, una casa de juegos y tres complejos termales públicos, además de los suburbanos. Se trataba de un pueblo aficionado a las apuestas y que disfrutaba de las representaciones y de los espectáculos musicales. El teatro pequeño tenía capacidad para 1.300 espectadores y el grande para 5.000. De todos modos, lo que realmente les fascinaba era la lucha de gladiadores en el anfiteatro, el mejor conservado de los que han llegado hasta nuestros días. En un extremo de la ciudad, detrás de una hilera de pinos de gruesas raíces, es posible visitarlo.

Moldes huecos

Hacia las ocho de la mañana, y tras una noche que debió de asemejarse a un paseo por el infierno, se produce la ola definitiva de lo que los expertos denominan el flujo piroclástico, una masa gaseosa de alta densidad que contiene en suspensión gran cantidad de partículas sólidas, y que llegado a un cierto grado de concentración se deja caer sobre la tierra como un baño de magma ardiente. Así fue como la ciudad quedó sepultada y como se conservó para que 18 siglos después la pudiéramos recorrer como el documento más realista al que podamos tener acceso de lo que era la vida en el imperio en los días del nacimiento de la era cristiana. Los cuerpos de las víctimas al descomponerse dejaron moldes huecos en la roca solidificada.

La idea de Giuseppe Fiorelli (1823-1896, arqueólogo y director del Museo de Nápoles y de las excavaciones de Pompeya) de rellenar los moldes con un preparado de yeso líquido dio lugar a las esculturas que aún pueden verse aquí y allá, auténticas fotografías en tres dimensiones del lúgubre momento. En algunas, el grado de detalle es tal que pueden distinguirse las expresiones de los rostros: un hombre sentado se cubre la cara intentando evitar los gases; una muchacha se tapa la boca con los pliegues de su túnica; un perro, que intenta librarse de la cadena que le impide huir, aparece congelado en el último estremecimiento.

» Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972) es autor de El mar de todos los muertos (Lumen, 2008).

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