El hombre que amaba los libros
Cuenta Josep Pla que en los años veinte del pasado siglo trabajaba en un periódico cuya redacción estaba situada en pleno Barrio Chino, del que precisamente fue concejal otro periodista, Joaquín Ventalló, (Ventalló, a sus 90 años, me confesó que volvía a ser chiquillo, porque como la familia le vigilaba para que no fumase, él fumaba en el excusado). Como es natural, la redacción estaba sitiada por señoritas de la calle que quizá no estaban llenas de belleza, pero estaban llenas de esperanza. Cuando los redactores no sabían que título dar a una noticia (titular es un arte más difícil de lo que parece) salían a la calle y preguntaban a las señoritas. Dice la fama que ellas acertaban siempre, quizá porque leían los periódicos, conocían la calle y hablaban con muchos hombres vivos, ya que los muertos tienen mala memoria.
Me aterroriza pensar que no podré leer los libros que poseo, y sé que a muchos amigos les pasa lo mismo
Los periodistas de allá, e incluso los de más acá, se pateaban la ciudad. Leían muchísimo y amaban la noche, las conversaciones a gritos, los cafés donde aún se les guardaba el sitio a los difuntos y las broncas de la mujer cuando llegaban tarde a casa. El gran Ibáñez Escofet, inmenso lector y persistente chafardero, decía que el periodista que no lea y no sienta curiosidad por todo debe cambiar urgentemente de oficio, y tal vez así gane además algún dinero. En el capítulo de los grandes lectores ha habido figuras ilustres, que merecerían ser diputados, si no del Congreso, al menos de su biblioteca.
Néstor Luján tenía la casa materialmente llena de libros, incluso en los pasillos, y hay quien lleva su elogio a decir que hasta los guardaba en el cuarto de baño. Famoso crítico gastronómico, para escribir con más conocimiento de causa se casó con una cocinera. Otro cardenal del oficio es el periodista Josep Maria Cadena, tan amante de los libros que se casó con una librera de viejo. Así, al margen del amor que sentían por sus esposas, los dos grandes periodistas no perdían tiempo. En este sentido, yo he calumniado alguna vez a Cadena, y dejado escrito que Cadena lo ha leído todo, excepto -tal vez- su propia esquela. Aunque quizá le deje pequeño aquel histórico patricio con la casa tan llena de libros que un día la santa esposa le dio un ultimátum: "Los libros o yo". Y él contestó: "Los libros". No se sabe quién se quedó el piso, o si tuvieron los dos una custodia compartida.
Sin haber llegado a tal trance, inútil será decirles a ustedes que yo amo los libros y las viejas redacciones, aunque ahora ya no estén rodeadas por señoras de la calle sino por inspectores de Hacienda y disidentes de Esquerra Republicana. Soy asiduo de las librerías y otros lugares de perdición, cosa sabida desde los tiempos del Senyor Esteve, y me emociono en las librerías de viejo, para mí la corona de las fiestas de la Mercè. El gran periodista Sempronio dijo en uno de sus pregones que el libro viejo tiene más dignidad que los otros porque es el libro leído, el que ha cumplido de verdad su misión de libro y -al contrario que muchos de nosotros- morirán en paz.
Después de esta lista de pecados ajenos, permítanme explicarles un pecado personal: me aterroriza pensar que no podré leer ni los libros que ya poseo, y sé que a muchos amigos les pasa lo mismo, pero nunca se corregirán y, por lo tanto, sus vidas ya están marcadas por el destino. Y eso me movió a escribir una de mis historias del tronado policía Méndez, que ama los libros viejos ya que no puede amar a las mujeres jóvenes. Un día, un amigo le dijo al malvado Méndez que cuando llegara a la conclusión de que no podía leer más libros se suicidaría. El malvado Méndez le dio una pistola sin marcar para hacerle más fácil la cosa, ya que le comprendía muy bien. Pasados seis meses volvió a encontrar a su amigo. "Veo que no te has suicidado", le dijo Méndez. "Al contrario -le contestó el otro- ¿Sabes lo que hice? Me vendí la pistola para comprarme otro lote de libros".
Otra confesión vergonzosa: el primer préstamo que pedí de niño fue para comprarme un libro. Aún no lo he devuelto, y con esto de la crisis tengo una excusa cojonuda.
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