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Lo previsible y lo sorprendente

Incluso desde el punto de vista físico, o de la puesta en escena, la celebración el pasado fin de semana del 24º Congreso de Unió Democràtica de Catalunya (UDC) sella la firme permanencia de este partido en la normalidad, en la estabilidad y en la continuidad, sin crisis ni sobresaltos. Si la ubicación del anterior congreso, allá por octubre de 2004, en un desangelado auditorio de Viladecans parecía sugerir una cierta travesía del desierto tras la pérdida del gobierno, cuatro años después los socialcristianos han regresado al confortable y glamuroso hotel de Sitges -recién apagados los focos del Festival de Cine- donde ya desarrollaron cinco asambleas ordinarias, desde la 18ª a la 22ª, durante su década más dorada en términos de cuota de poder: el periodo 1992-2002.

El actual escenario político español pone obstáculos a la presencia de CiU en el consejo de ministro

En lo tocante a la renovación del liderazgo, el congreso ha sido de una placidez cercana al tedio, marcado por unas votaciones (el 99,84% a favor del informe de gestión de la cúpula saliente, el 91,48% para una nueva dirección marcadamente continuista) que, en tiempos menos correctos, habríamos calificado de búlgaras. Josep Antoni Duran Lleida, político de una profesionalidad de acero, sale del cónclave de Sitges con su aureola de indiscutido número uno aún más blindada, sin contestación interna digna de tal nombre -los esforzados críticos del grupo El Matí ya hablan de hacer las maletas-, inoxidable a la usura del tiempo. Y ello pese a que, en su caso, el tiempo de permanencia en el vértice de UDC empieza a ser espectacular: de 1982 a 1984, desde 1987 hasta hoy, y con un mandato de otros cuatro años recién estrenado. Por establecer un término de comparación, Felipe González no aguantó tanto.

Es en este contexto de previsibilidad en el que algunos de los mensajes más sonoros escuchados durante el cónclave de Unió Democràtica resultan particularmente llamativos, o chocantes. Me refiero, ante todo, a la insistente apología de la sociovergencia que el propio Duran Lleida formuló en los días previos y desde la misma tribuna congresual.

Proyectada hacia atrás, como lamentación ante el hecho de que, en noviembre de 2006, Convergència i Unió y PSC no alcanzaran, ni siquiera tanteasen, un pacto de gobierno, la tesis de Duran se me antoja un estéril ejercicio de nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue; pero el de Alcampell no es un político romántico y victimista, de esos que gustan de lamerse las heridas y recrearse en las frustraciones. Formulada con vista al futuro, la apuesta por la sociovergencia como estrategia de CiU de cara al 2010 adolece a mi juicio de un defecto letal: finge ignorar que el imprescindible partner de ese hipotético pacto, el Partit dels Socialistes de Catalunya, no está en absoluto por la labor.

La argumentación pública con que Duran Lleida ha glosado las bondades de una Grossenkoalition a la catalana parte de una premisa falsa: el "grado extremo de dependencia y condicionamiento" en que, según él, viven los socialistas respecto de Esquerra Republicana y de Iniciativa-Esquerra Unida. Puede que, bajo la presidencia de Pasqual Maragall, tal descripción estuviese fundamentada, y seguro que ésa fue a menudo la apariencia de aquel primer tripartito. Ahora bien, es la pura evidencia que, con Montilla al timón, el panorama ha experimentado un giro de 180 grados; en la realidad cotidiana del Gobierno, y más todavía en la imagen que éste proyecta hacia la sociedad. ¿Recuerdan cuánto duró la resistencia del flamante consejero Puigcercós a izar la bandera española en la sede del departamento de Gobernación? Así las cosas, ¿qué interés podría tener el PSC en deshacerse de unos socios menores y ya amansados para pactar con CiU, en el mejor de los casos de modo paritario?

Pero no hace falta especular ni deducir, porque desde antes incluso de 2003 no es ningún secreto el carácter de apuesta estratégica que para los socialistas catalanes tiene la coalición de gobierno con ERC e ICV-EUiA. Todavía el pasado lunes, apenas clausurado el congreso de Unió, el número dos del PSC, Miquel Iceta, reiteraba al diario Avui que un pacto CiU-PSC "no es nuestro modelo de gobierno" y no veía razón alguna para no repetir el tripartito en la próxima legislatura; incluso -precisaba, magnánimo- si el PSC tuviese mayoría absoluta.

Igual de sorprendente ha sido, no que altos dirigentes de UDC (Duran, Pelegrí...) glosaran la disponibilidad y el interés del partido por entrar en el Gobierno central, sino su inmediata confesión de que han perdido la confianza política en Rodríguez Zapatero. Y bien, si no se fían del líder del PSOE, si ofrecerle ministros a Mariano Rajoy resulta inimaginable, si la "España plurinacional, pluricultural y plurilingüística" que las ponencias congresuales de Unió siguen invocando permanece en el limbo, ¿de qué sirve enfatizar o exhibir hoy una vocación ministerial irrealizable a corto y medio plazo?

Naturalmente, el señor Duran Lleida sabe muy bien que el actual escenario político español pone obstáculos insalvables a la presencia de CiU en el consejo de ministros. También sabe que el PSC carece de interés alguno por la sociovergencia como fórmula de gobierno y que, mientras la aritmética parlamentaria lo permita, perseverará en timonear tripartitos de izquierdas, sobre todo si cada vez le salen más dóciles. Con sus espectaculares mensajes congresuales, con su gubernamentalismo tous azimuts el líder de Unió sólo pretendía generar titulares mediáticos, y diferenciarse lo más posible de Convergència, de Artur Mas y de la Casa Gran. Todos ellos son objetivos absolutamente legítimos, siempre que no induzcan a confundir la política virtual con la política real.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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